Fue quizá tan solo el delirio que provocan las horas de soledades cuando cae la noche. Quizá no fue más. Tal vez te empujaba el intercambio de miradas, todo aquello que escondían, todo ese vínculo invisible que se establecía entre las dos, el simple brillo. Posiblemente solo fue el momento, un mismo instante. Pero brotaron de tu muda voz palabras repetidas entre caminos sin prisa. Sinceras por primera vez. Sin trampas. Sin esa capa gruesa con la que recubres todo cuando hablas, miras, sientes, callas. Y yo me las creí, como si no te conociera.
Pasaron días enteros, dejando entrar unos ojos en los otros y al revés, compartiendo aquel silencio. Luego todo se quedaba en calma. Y el mundo permanecía quieto en ese instante, sin atreverse a cambiar nada. Fuiste tú quien dio otro paso, y después dos. Y así acabamos frente a frente, mirando a la cara una verdad que no tardaste en negarte. Entonces algo se rompió, y volvimos a no estar en el centro. Volvimos a irnos por las ramas que la vida crea alrededor de toda alma. Y volvimos a henchirnos de orgullo. Y a disfrazar nuestras miradas. Y aun así sentí todavía un halito de debilidad más minúsculo que un segundo.
La oscuridad nos traicionó en parte. Se dibujaban tus gestos en su inmensidad. Y yo los intuía. Se me antojaron espontáneos, naturales, a pesar de conocerte.Fue una noche de escalones. El sueño nos invadió ligero, muy en partes. El sopor que terminaba hacía que el otro despertase, pero aun así algo se había roto, y repararlo suponía mostrar debilidades.
La luz de la mañana nos golpeó demasiado pronto. En el fondo admitirás que aun no estábamos preparadas para levantarnos. Pero la luz del día te vuelve fría, impasible. Tu mirada se deshumaniza al tiempo que tu pupila se encoge. Tus palabras endebles carecen de vida.
Cerré finalmente aquella puerta, y lo supe entonces. Tus actos nunca los mueven las pasiones. Cada milímetro de tu cuerpo se activa por una orden, estudiadamente retorcida para que en algo oculto y secundario desemboque. Comprendí que las miradas claras no lo eran en verdad, que se teñían de hielo. Y ese brillo de malicia no lo provocaba el tiempo. Tú nunca te dejas expuesta. Y al huir con disfraces de palabras, no puedo evitarme preguntar si alguien más te habrá destapado esa máscara. Y en realidad no me importa, en verdad, no me importabas.
El juego al que jugamos no fue más que un pulso de distancia. No fue sino un cúmulo de despechos deshechos expuestos al vuelo. Ese juego tuyo de no dejar que nadie juegue a tu lado. Esa satisfacción que te provoca estar al mando. Esa barrera que estableces para que nadie más que tú te quiera.
Que siempre estás haciendo la deshecha.
Ese juego al que jugamos no fue más que el primer acto. Ambas perdimos todo, y ninguna de las dos ganamos.
domingo, 1 de noviembre de 2009
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