lunes, 22 de agosto de 2016

Las palabras se pierden. Se pierden, de una forma irremediable, como se pierde el miedo a la oscuridad, la compañía de los abuelos, la ignorancia de la justicia.
El olor de las palabras se evapora, como se disuelven los granos de cacao por las mañanas, como la gota de lluvia atrapada entre los pliegues de la ventana, como la esperanza de cambiar las cosas.
El momento de la escritura llega siempre de forma inoportuna.
Siempre todo se termina. Siempre todo se marcha.
El instante de este calor entumecido, arrinconado junto a las ropas mojadas. El segundo apresado entre los párpados de la conversación entre miradas. El sutil pálpito de un sueño de cambio, de un giro de vida inesperado.
Las historias de las mujeres valientes que nos precedieron. El sonido del monitor del hospital.
Los suspiros encerrados en una silla de ruedas.
Tú solo quieres, por ahí, volar.
Ojalá que no termines. Ojalá, que no. Que no te marchas.
Yo he de encontrar mi camino
allí, justo donde se termina.
Yo he de encontrar el sentido,
he de morder la palabra
he de gritar, en tu cima, poesía.
Yo he de buscar tu mirada
y habré de cobijarme en tus faldas.

Yo he de seguir tu camino
allí, justo donde se termina
asomarme al abismo de tu cuerpo
y en tu cumbre comprender
todo lo que me has negado
y me ha confesado, por fin, el viento.
Hoy Moncayo tiene forma de mujer.

Amar la vida



Amar la vida como un reto.
Amar las palabras que activan volcanes
y las que se lleva el viento.

Amar la vida y su injusticia,
la lucha incansable por construirla.
Amar la vida,
ayudarla a que florezca,
curarle las heridas
y abrazar incluso sus engaños y mentiras.

Amar la vida como una promesa
que se deshace a la mitad de ser cumplida.
Amar su sonrisa, sus encuentros
y sus despedidas.

Amar la vida como se aman entre ellas las mujeres.
Amarla con calma, con pasión, con urgencia,
 y cuando se agota,
construirle de nuevo la esperanza extinta.

Amar la vida como el reto
de amar la poesía.

Amar la vida
y la destreza
de seguir con vida.