lunes, 22 de agosto de 2016

Las palabras se pierden. Se pierden, de una forma irremediable, como se pierde el miedo a la oscuridad, la compañía de los abuelos, la ignorancia de la justicia.
El olor de las palabras se evapora, como se disuelven los granos de cacao por las mañanas, como la gota de lluvia atrapada entre los pliegues de la ventana, como la esperanza de cambiar las cosas.
El momento de la escritura llega siempre de forma inoportuna.
Siempre todo se termina. Siempre todo se marcha.
El instante de este calor entumecido, arrinconado junto a las ropas mojadas. El segundo apresado entre los párpados de la conversación entre miradas. El sutil pálpito de un sueño de cambio, de un giro de vida inesperado.
Las historias de las mujeres valientes que nos precedieron. El sonido del monitor del hospital.
Los suspiros encerrados en una silla de ruedas.
Tú solo quieres, por ahí, volar.
Ojalá que no termines. Ojalá, que no. Que no te marchas.

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