Al ambiente lo envolvía un denso aliento de vapor, que apenas dejaba discernir el horizonte. El espejo se iba empañando más, cada vez más al tiempo que el calor subía, que la temperatura casi quemaba, pero no importaba. Ya no importaba nada. El ruido partido del caer del agua sobre el suelo de la ducha inundaba la habitación y hasta la casa. Fuerte ruido incesante apenas oido por dos orejas cubiertas de agua. Al igual que su rostro. Al igual que su cuello y que su cuerpo. Su pelo húmedo descansaba sobre sus hombros y se extendía espalda abajo, delatada ya su verdadera naturaleza de rizas ondas tras el contacto con el agua. Y ese pelo húmedo pesaba igual que le pesaba el alma. El agua, que caía con fuerza unificada se dividía después en partículas de gota resbalada, repartiéndose en iguales proporciones por todos los rincones de su piel. Y a pesar de no haber distinciones, una gota en particular recorría ese atrevido caminar que empezaba desde el agua acumulada en la raíz del pelo, y se deslizaba, cayendo, de forma tímida, casi incorpórea por la pendiente de una frente clara. Iba ganando velocidad al mismo tiempo que volumen, al recoger partículas ya indivisibles de mitades de mitades de gotas que quedaban impregnadas en el tabique de la nariz. Y al acabar sin más remedio en su filo, parte de esa gota se precipitará sin remedio al vacío.
Donde acaban como acaban las lágrimas que se esconden entre gotas de agua.
domingo, 7 de febrero de 2010
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