viernes, 22 de abril de 2011

Teatro del absurdo

He llegado a parar a un teatro del absurdo. Los personajes que me rodean mueven la boca, pero no hablan. No se les oye, o yo no les escucho. De pronto se detienen, dejan de andar, no se mueven, como si simulasen que el tiempo se para de repente. Pero luego, queriendo recuperar lo que han perdido, si es que por quedarse quieto uno pierde más que si anda sin saber a dónde va, empiezan a correr, huyen despavoridos, hasta que se chocan unos con otros, se detienen, y vuelta a empezar.

Mi vida es como un teatro del absurdo. La noche llega cuando quiere, porque la noche llega con el sueño y el sueño ya pocas veces me acoge. Echo de menos lo que no quiero, y necesito lo que no he tenido, extraño lo desconocido, y lo que conozco, de minuto a minuto, lo olvido. Ahora alguien se pone a cantar, porque es lo que pasa en las obras que no tienen mucho sentido, y le acompaña a esa estridente voz que no se esfuerza en afinar una danza ridícula, una danza que da vueltas y vueltas sobre el mismo círculo. Siempre voy detrás de nada, no concreto lo que espero, le doy vueltas con un paño a un plato siempre seco, miro al horizonte como si mirara un abismo, y al no descubrir un triste atisbo, de algo, de cualquier cosa, de lo que busco a ciegas, de lo que ansío a ciencia cierta, prefiero cerrar los ojos, no hablar, y escribir otro teatro dentro de mi teatro.

He llegado a parar a un teatro de comedia, y para hacerlo absurdo se vuelve drama en el acto que le sigue, y nadie ríe. Los pájaros no vuelan y los peces viven años. El mío en concreto es naranja y sigue en su pecera.

Las luces se van, aunque la obra no acaba, porque de hecho nunca comienza. El origen es cada personaje, y por eso las escenas se repiten. Es imposible en esta obra de mi vida capturar el tiempo, materializar el silencio, y por eso no hay relojes y el día transcurre, sin que ocurra nada. Y al no medir el tiempo, y al no haber acciones para determinar el movimiento, en realidad el día no transcurre, y siempre sucede lo mismo, nada, aunque de tanta nada parece que algo se mueve un poco.

En realidad es el aire, que se aburre y quiere ver esta obra del absurdo, que estoy escribiendo sin pensar porque desde luego que en el teatro no se piensa. Solo se recita, se interpreta con mirada ávida, con gestos pronunciados, con voz fuerte, con talante inerme, con rostro moldeable. El aire recorre el escenario, y los personajes, de nuevo detenidos, suspendidos en este mismo aire, giran levemente la cabeza para mirarle. Alguno simula una sonrisa, simula, que no sonríe, porque uno se sube al escenario para decir de lo que piensa lo contrario.

Ahora estoy arriba, justo en el centro de este teatro del absurdo, y un foco teñido de rojo me ilumina los ojos. Entonces tengo que decir algo. El público me está mirando. Tengo que decir todo del revés de lo que estoy pensando. Y simplemente hablo. Escribo. Porque el mayor absurdo de mi teatro del absurdo es que todo lo que se habla no se habla, sino que se escribe. Por eso los personajes mueven los labios sin pronunciar frases audibles. Se las robo antes de que escapen, y las plasmo aquí, en estas frases.

He llegado a parar a un teatro del absurdo, y aún así, del transcurso de mi vida, tú eres lo más absurdo de todo.

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