"Tú que fuiste mi única patria ¿en dónde buscarte? Tal vez en este poema que voy escribiendo"
Alejandra Pizarnik
Inconfundiblemente dulce se van empañando mis dedos al no verte, despertados de la calma entera de la noche viviente de los cuerpos. Astutamente en pie tus ojos se mantienen cerrados para verme, y contemplan esperando las caricias. Se levanta tarde el día, pero se levanta. Y ese aroma a otoño que va entrando en forma de lluvia rojiza. Su lengua nos repasa la piel a tiras. Nos moja de mucosa de hoja de árbol de resina. El aire está helado. Estira la manta aterida por el frío, y cubre mi cuerpo desnudo. Con nuestros movimientos nocturnos in-planeados se nos ha ido deslizando, deja al descubierto nuestro amor soldado: nuestras tripas juntas, nuestro ombligo robado (que es uno). Pero el viento que viene del norte se cuela de entre la pared, y he querido refugiarme en tu calor eterno. Me tapas sin abrir los ojos con tus párpados, y ahora nuestra piel fundida se oculta en la cama sembrada que nos ha florecido de la noche a la mañana. Con muchas rosas. Rojas. Moradas. Ninguna espina. Ninguna herida. Solo pétalos de miel dulce entre las dos espaldas.
Me has agarrado tan fuerte esta noche que tus brazos se han quedado entre mi pecho impresos. Y las huellas de mis dedos en tus huesos. Ya no hay remedio. El sol avanza y nos hemos detenido en esta esfera estructural de lo que no se acaba. Los cimientos son los buenos. Ahora estamos en el tejado. Contemplamos aquello que nunca se ve. Lo indefectible y lo real. Pero sigues estirando la manta para no dejarme los pies fríos. Ahora el calor de tus labios se implanta en mi rostro hasta que recobra su color natural que nunca ha tenido. El que debió tener cuando yo era una niña traicionada por su sangre. Blanca. Pálida. Triste. Abatida. Sin ganas. Sin vida. Basta.
Has tejido una bandera y me has hecho ondearla, con orgullo, sin rabia. La he colocado sobre ti, en el extremo izquierdo de tu cara clara, desde aquel ojo bicolor hasta la altura de la nariz: conquistando así mi parte favorita de tu cara. Y luego un nuevo escudo para tí y para mí, impregnado tu Ser. Infectado mi estado de tu Estado. Infectado sin cura. De todo lo bueno. De ti, mi Patria Eterna.
Me has agarrado tan fuerte esta noche que tus brazos se han quedado entre mi pecho impresos. Y las huellas de mis dedos en tus huesos. Ya no hay remedio. El sol avanza y nos hemos detenido en esta esfera estructural de lo que no se acaba. Los cimientos son los buenos. Ahora estamos en el tejado. Contemplamos aquello que nunca se ve. Lo indefectible y lo real. Pero sigues estirando la manta para no dejarme los pies fríos. Ahora el calor de tus labios se implanta en mi rostro hasta que recobra su color natural que nunca ha tenido. El que debió tener cuando yo era una niña traicionada por su sangre. Blanca. Pálida. Triste. Abatida. Sin ganas. Sin vida. Basta.
Has tejido una bandera y me has hecho ondearla, con orgullo, sin rabia. La he colocado sobre ti, en el extremo izquierdo de tu cara clara, desde aquel ojo bicolor hasta la altura de la nariz: conquistando así mi parte favorita de tu cara. Y luego un nuevo escudo para tí y para mí, impregnado tu Ser. Infectado mi estado de tu Estado. Infectado sin cura. De todo lo bueno. De ti, mi Patria Eterna.
Vas abriendo los ojos con gran esfuerzo a la luz del medio día blanco empañado por mis lágrimas invisibles de felicidad completa. Todavía no del todo. Se escapa algún sonido animal de tu garganta. Nos mordemos en silencio.
Estiras los brazos como si no hubiese nunca un hasta donde, agarrando tus dedos nuestra manta blindada. Y proteges una vez más mi Cuerpo, mi Ser, mi Identidad desnuda del rumor triste amontonado de la vida y la mañana. Nos cubres a las dos, por encima de las cabezas. Hemos entrado a la cueva. Tú eres mi casa y mi tierra.
Te espero en la cueva, ésta y todas las noches.
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