Hace un frío repugnante. Hace un frío de hielo y de muerte, de injusticia y coacción, de opresión y vergüenza. Hace un frío de espada y pared, de precipicio y drama.
No sé ya ni siquiera cuántas son las víctimas de este terrorismo velado, de este Sistema Opresivo que empieza a asemejarse a un genocidio. La vivienda: el campo de concentración. La deuda: la cámara de gas. La crisis: la supuesta raza inferior que no es culpa nuestra y ni siquiera es cierta.
No sé cuántas son las víctimas, pero tampoco quiero saberlo: ni un número, ni un porcentaje. A mí esos datos no me valen. A mí esos datos me suenan a la vomitiva indiferencia que muestran los verdaderos culpables. Los reales asesinos.
A mí me importan más las caras, los nombres, las lágrimas, los sacrificios. A mí me interesan los casos particulares, los motivos, las aporías, los sinsentidos. A mí me mueven los actos desesperados, los conflictos internos, los problemas irresolubles.
Y entonces, se salta al vacío.
Y entonces, se pide auxilio.
Pero nadie viene.
El Sistema es un monstruo que te devora por dentro, que no tiene rostro, ni puede tenerlo. Es ésa su gran virtud, su escudo más férreo. La descentralización del poder es la imposibilidad de encarcelar a los verdaderos culpables de esas muertes, que no son suicidios, que no son decisiones personales, que no son opciones tomadas de forma voluntaria: son asesinatos. Es terrorismo, es exterminio. Es carnicería salvaje que sucede delante de nuestros ojos, que nos acompaña a lo largo del día en varios titulares. Leemos y aceptamos el asesinato, y luego condenamos la violencia que intenta resistir a la vida opresiva y alienante que no deja ya respirar: porque es visible.
Mientras una subjetividad, con todo el bagaje que le subyace, con toda la vida que le pertenece, con todas las subjetividades de las cuales depende, es empujado por la mano invisible a abrir la ventana, es apuntado con una pistola intangible a saltar al vacío, el poder continúa llenándose los bolsillos con ese dinero que podría haber salvado esa vida, que podría haber ahorrado cientos de asesinatos.
Pero esto no va a dar para más. Llegará un momento en el que esto no de para más. Llegará ese día en el que por fin se comprenda que el verdadero terrorismo es esto, nada más que esto: esta partida a la que están jugando unos pocos con nosotros, como si fuésemos piezas de ajedrez.
Y va a llegar el día, ese día en el que seamos conscientes de nuestra propia trampa, la hora en que advirtamos nuestra instrumentalización: el objeto en el que nos han convertido y ya somos. La cosificación que han llevado a cabo de nuestra vida. Solo somos objetos sustituibles y reemplazables, sin existencia ni importancia verdadera.
Llegará el día en el que se explicite de forma férrea que ya no estamos viviendo, que ésto es cualquier cosa menos una vida, que ni siquiera estamos ya sobreviviendo. Solo estamos sirviendo. Somos sirvientes, somos esclavos, y somos empleados como instrumentos para llegar a fines mucho más elaborados, mucho más altos. Y cuando un instrumento no sirve, se arroja a la basura. Y el Sistema está tan jodidamente bien diseñado que ni siquiera hace falta esa mano ni ese acto de tirarnos: nosotros mismos, por la ventana, nos arrojamos. Nosotros mismos somos conscientes de que el uso que nos daban ya no es operativo y no tiene sentido seguir respirando.
Pero hasta que llegue ese día, hasta que llegue esa mañana en la que el pueblo se levante y se comprenda como pueblo, en el que cada una de las subjetividades se mire al espejo por fin entendiendo que ya no es más que un objeto, no pienso quedarme esperando, no pienso dejarlo aparcado.
Y quien acepte este juego que siga jugando. Y quien quiera cambiarlo que se despierte y advierta que para cambiar hay que empezar luchando.
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