domingo, 18 de octubre de 2009

La otra ella

La luz de la noche se colaba discretamente entre las persianas del apartamento, dejando adivinar las curvas de su cuerpo desnudo acariciando la penumbra. Todo estaba en calma. En esa adormecida calma de la que se inunda la ciudad y se tiñe cada mueble, pared y alma después de hacer el amor con la persona a la que amas. Esa paz tan etérea y volátil que incluso es tangible. Y allí estaba ella. Dormida, dormida y despierta. Respirando pausadamente, como si midiese cuidadosamente cada cesura antes de volver a hinchar su pecho.

Más allá del albor del lecho, se abría un abismo de oscuridad que se extendía hasta ser apenas cortado por haces de la humilde y azulada luz de un portátil situado en el escritorio. El ruido ahogado de las teclas, pulsadas por inspirados dedos, se mezclaba con la respiración de aquella musa tumbada en la cama. Como una relación directamente proporcional, cuanto mayores eran los suspiros emitidos desde el sueño de aquel hada dormida, con mayor exaltación escribían aquellos finos dedos, mayor inspiración canalizaban desde los nudillos hasta las uñas, desembocando en las letras semiborradas de las teclas.

Aquel semblante inexpresivo con ojos entornados era la otra ella. La otra ella sentada en una silla azul de ruedas, pulsando frenéticamente las teclas, cual pianista entregado a un preludio de Chopin. Trataba de inmortalizar cada segundo al lado de su ella, sabiendo que cada detalle que la envolvía la hacía tal y como era en su conjunto y la razón de amarla. Porque la amaba. La amaba de mil formas distintas. Primero toda entera, después como persona, también como mujer, la amaba como amiga, y entonces si, la amaba como su pareja. Y después de todo esto, la amaba por cada parte de su rostro, por todos los pliegues de su cuerpo y tras haber inspeccionado todos los rincones de su alma, tanto los malos como los buenos, más sus virtudes, pero más todavía sus defectos.

La otra ella detuvo su torrente de palabras. Cerró los ojos e inspiró profundamente. Dejó que aquel aroma untase sus pulmones y se quedase en sus fosas nasales para siempre. Aquel ambiente olía a tabaco, a amor y a la colonia de las dos.

Sonrió a su vida tendida en el colchón, y quiso tumbarse a su lado y caer en el mismo sopor que ella. Siempre había envidiado su facilidad para dormir en cualquier momento del día, independientemente de lo que pasase alrededor. Pero ella no era capaz de dormir. Tenía que escribir. Y a su lado siempre tenía palabras para hacerlo.


La otra ella apagó el portátil y atravesó la habitación hasta tumbarse al lado de su novia. La contempló en silencio largo tiempo. Dibujó sus labios con sus dedos, luego su cuello, después su pecho… hasta llegar a su cintura. Mientras se despertaba, la escritora repitió la misma operación, esta vez con los labios, esta vez con los dientes.

Ella sonrió. Sin duda esa era la mejor forma de despertarse, a pesar de ser todavía de noche.

Quedaron mirándose en la penumbra, atentas a la mirada de la otra. La otra ella la besó suavemente primero, sin sentido después.

Aquella noche no dormirían más. Cuando el primer rayo de sol entró por las rendijas de la persiana, ella y la otra ella todavía tenían los ojos en blanco y el corazón palpitando entre los dientes.

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