domingo, 25 de octubre de 2009

Vodka para olvidar

1


El frío me cortaba la cara, como una verdad indiscutible recordándome que todavía seguía con vida. En mal momento empezaba a comprender la conciencia lo que no se podía borrar con el tiempo. Mi mente apenas sí pensaba, y era la inercia ahora quien empujaba mis pasos. Un pie tras otro, y otro, y otro...

No estaba segura de querer entrar en aquel bar. En ese momento ni siquiera estaba segura de cómo había ido a parar allí. Era una calle pobre, mal iluminada, llena de gente que se arrellanaba en sus portales o se tumbaba en los coches. Nada parecía tener de especial en comparación a cualquier otra zona de bares, y sin embargo al doblar la esquina ya tuve la impresión de que acababa de entrar en otra dimensión, en un mundo paralelo a todo lo que todo el mundo conocía. Esa sensación de vértigo con sabor a nuevo fue aumentando conforme avanzaban las horas de madrugada.

Sandra me cogió de la mano para contrarrestar mis pequeños pasos de duda y me empujó dentro. Música, luces, humo y gente. Y el cálido y acogedor abrazo de un sitio cerrado por primera vez en varias horas. La primera impresión, pues, no fue tan mala. Mientras Sandra me guiaba hasta la barra me dispuse a echar un vistazo más analítico y preciso. No se apreciaba la presencia de ningún hombre en kilómetros a la redonda, cosa que en ese momento agradecí en gran medida. Había mujeres. Muchas mujeres. Mujeres con cortes de pelo provocativos, piercings y tatuajes llamativos, formas de vestir que no pasaban desapercibidas. Mujeres bailando. Mujeres bebiendo y mujeres fumando. Mujeres besando a otras mujeres.

Sandra se apoyó en la barra y yo la imité. Una chica con corte de pelo militar y piercing en la ceja nos sirvió dos vodkas con limón, para empezar, dictaminó mi compañera de esa noche.

-Cuéntame, ¿qué ha pasado?
-Ahora no quiero hablar de eso
-Bien dicho-sonrió, tendiéndome un vaso a la vez que cogía el suyo-cuando se sale los problemas hay que dejarlos en casa. Venga, bebe.

Yo obedecí, asumiendo que esa noche estaba encomendada a todo cuanto ordenase mi curiosa guía que me ofrecía una visita turística por aquel mundo con el que me había topado por casualidad.
Volví a recorrer la mirada por el espacio que me rodeaba, con una mezcla de interés y reprobación. Me sentía torpe y pesada. Mi nueva amiga lo notó:

-Nunca habías estado en un bar de este estilo, ¿verdad?

Yo negué con la cabeza al tiempo que la observaba. Sandra era realmente guapa. Tenía el pelo corto, teñido de negro. El flequillo acabado en punta le caía sobre uno de sus ojos verdes, y adornaba su cabeza con un pañuelo a modo de cinta. Sonrió con confidencia

-Te acabarás enganchando.

Iba a replicarle cuando en ese momento nos abordó una chica cuyo flequillo ladeado le tapaba los dos ojos. Tenía dos piercings, uno a cada extremo de la comisura del labio inferior. La espontanea trató de comenzar una conversación que no tenía demasiadas posibilidades de acabar de forma exitosa:

-Hola, ¿cómo te llamas?

Miré de reojo a Sandra

-Bueno, yo no...
-Lo siento, estamos juntas

La chica desapareció tan pronto como había aparecido. Sandra se giró para observarme. Era obvio que se estaba divirtiendo:

-Has ligado
-Es dificil saber a quien de las dos miraba

Ella se rió largamente mientras yo apuraba mi vaso y pedía otro a la camarera poco después.
Contemplé el trasiego de la multitud mientras mi cuerpo se llenaba de alcohol sin darme cuenta. Cerca de la puerta había una pareja que llevaba un rato discutiendo hasta que finalmente abandonaron el bar. En medio del mismo había una columna en la que otra pareja se apoyaba mientras se besaban sin dejarse respirar la una a la otra. También se veían muchos grupos de cinco o seis amigas sentadas en los sofás, disfrutando de sus vínculos cerrados. Pude distinguir entre algunos de ellos a la chica del flequillo que había aparecido antes.
El mundo que se erguía ante mis ojos era uno clandestino que encontraba un suspiro de alivio en esa pequeña calle, en esos modestos bares. Y casi con total seguridad, muchas personas de las que estaban allí deberían abandonar su verdadera identidad en esos rincones cuando acabase la noche, y no podrían ser ellas mismas hasta el fin de semana que viene.

-Termínate ese cubata que nos vamos a la pista de baile
-No, gracias. Estoy bien aquí
-¿Vas a pasarte toda la noche en la barra? Venga, ven

Sandra me cogió de la mano una vez más y nos abrimos paso hasta el final del bar. Me sentía manipulada, manejada cual marioneta, pero empezaba a marearme y simplemente me dejé llevar. De repente me encontraba entre muchas mujeres, en frente de Sandra, dejando que mi cuerpo se liberase, sin pensar los movimientos que haría a continuación. El ritmo de la música se extendía por mis extremidades, como si yo fuese su prolongación. Los golpes de la melodía se expandían, combinándose con el alcohol. Por primera vez en toda la noche me sentí libre. Fui una mancha borrosa, difuminada entre todas las demás, acompasada, armonizada en una vida inconformista que rompía con las leyes establecidas, que se había atrevido a gritar. Y yo bailaba su música, yo compartía su espacio, su aliento, y su tacto.
Sucedió entonces. Una tercera persona apareció en escena. Era más o menos de mi estatura, delgada, con una melena corta despeinada cuyo flequillo desfilado acababa a la altura de las cejas. llevaba unos pantalones rojos caídos y camiseta blanca.
La chica le tapó los ojos a Sandra y ambas dejamos de bailar.

-¿Noe?

La chica que yo no conocía destapó los ojos de Sandra y ambas se abrazaron.

-Esta es Silvia. Silvia, esta es Noe, mi mejor amiga.

Nos dimos dos besos. Antes de que pudiese darme cuenta estábamos otra vez en la barra bebiendo chupitos de tekila. Recuerdo que nos reíamos. Recuerdo que empecé a encontrarme cómoda con la compañía. Después de aproximadamente media hora, apareció la novia de Sandra, pelo rubio teñido casi blanco peinado en cresta. Yo hice ademán de marcharme cuando vi que pretendían irse solas a bailar, pero Noelia me retuvo.

-No te preocupes. Quédate conmigo que te cuido

No le costó mucho convencerme. Al fin y al cabo, tampoco tenía dónde ir. Pero el motivo definitivo por el que me quedé fue que todo el bar daba demasiadas vueltas, y tenía mis dudas de que llegase a encontrar la puerta.

-¿De qué conoces a Sandra?
-En realidad no la conozco. Solo hemos coincidido un par de veces por la facultad. Me la he encontrado en Gran Vía y como estaba sola me ha traido aquí.
-¿Y por qué estabas sola?
-Es largo de contar
-Tenemos tiempo hasta que amanezca

Su interés me cautivó. Cualquiera pensaría que preguntaba por agradar, o incluso por cotillear. pero no. Lo vi en sus ojos. Realmente estaba dispuesta a escucharme.

-Tiempo que no vamos a perder en estar aquí de pie

Noelia me arrastró de nuevo a la pista de baile. Bailamos juntas por espacio de una hora, inagotables, incansables. Ella se alzaba entre la multitud. La forma que tenía de moverse, la seguridad con la que se desenvolvía, casi con chulería, atrevimiento, cómo conseguía hacerse espacio entre el resto... me emocionaban. Toda esa fuerza que denotaba su articular de las palabras. Me hacía sentir invencible. Y ella lo sabía. Sabía qué efecto producía en la gente. Y lo aprovechaba.

Salimos del bar a las cinco, y abandonamos el ambiente en busca de algo abierto para saciar el hambre. En cuanto nos alejamos, supe que volvíamos a otra vida. Noté incluso traspasar esa invisible barrera dispuesta a ambos lados de la calle, recordándome que ese mundo de cristal, tan claro, sin trampas, sin disfraces, se teñía cuando el sol despuntaba el alba y cerraban los bares. Y he de confesar que sentí una honda tristeza que no sé si sería capaz de describir. Solo sé que me sentí vacía. Muy vacía. Y sin embargo, me pesaba el alma. De pura nada.

Compramos una pizza en un garito de comida rápida y nos sentamos en un portal a descansar. La novia de Sandra, Ainhoa, nos acompañaba. Era la bondad en persona

-¿Te lo has pasado bien Silvia?
-Si. Gracias por acogerme
-Cuando quieras te vienes. Nos ha encantado conocerte

Sonreí reconfortada. Quizá en ese momento no lo hiciese, porque no tenía perspectica, pero ahora siempre que lo pienso doy gracias a aquel mal suceso que inauguró la noche que cambió mi vida.

-¿Te acompañamos a casa?
-En realidad vivo en una residencia de estudiantes que hay en Paseo Sagasta, pero por la noche cierran así que hasta las siete no puedo ir
-¿Y qué haces los demás días?
-Ir al piso de mi novio. Pero hoy no.

Nadie hizo más preguntas. Mi tono de voz acompasado con unos ojos fijos en el suelo fue suficiente para entenderlo. Noe fue quien disipó el momento tenso:

-Bueno, pues no hay tiempo que perder. Quedan muchas cosas que hacer aún
-Nosotras nos vamos a ir al piso de Ainhoa-anunció Sandra. Y me miró a los ojos al preguntar-¿Te quedas bien con Noe?

Asentí y le di las gracias de nuevo. Nos quedamos calladas, observando cómo desaparecían entre besos y palabras que solo ellas entendían y comprendí que aquel vínculo que se creaba en las relaciones formadas por dos mujeres estaba a años luz de cualquier pareja heterosexual, por sólida que fuera. Era algo íntimo, algo especial. Formaban parte de un universo muy pequeño, siendo enorme.


Zaragoza estaba fría y abarrotada de silencio. Oscura todavía. Cruzábamos calles y calles, dejando atrás lo sucedido aquella noche, abandonando la realidad de lo soñado. Soñando. En ese estado me encontraba desde el principio de aquellas horas que parecían no tener fin ni coherencia. Las luces jugaban con su reflejo en los escaparates. Sentí mi cabeza cubrirse de paredes que impredían pensar con claridad. En algunos momentos me olvidaba incluso de mi nombre. Demasiada información para procesar a un tiempo, demasiadas imágenes que almacenar de golpe. Parecía como si mis retinas se movieran a gran velocidad, repasando lo que se tornaba ya una eternidad, una vida entera. Una vida perdida, sin rumbo y muerta.
Andábamos como dos almas sin prisa, desconocidas, intercambiando palabras que se diluían en el tiempo para quedar atrás, reciclándose con otras nuevas. Por un momento pensé que íbamos a recorrer la ciudad entera.
Nuestro paseo terminó a la orilla del Ebro. Noelia eligió un banco y nos acomodamos cuando el cielo empezaba a clarear. Disfrutamos del silencio del momento. Reparé en aquellas aguas turbias en las que me acabé perdiendo. Cerré los ojos e inspiré. Evoqué el rostro de Alberto. Un sentimiento helado recorrió cada milímetro de mi cuerpo y me hice más pequeña sin querer. Tragué saliva, intentando disipar así el recuerdo, pero fue imposible. Su mirada se clavaba ya en todos los rincones de mi alma. Esa que llevaba evitando toda la noche. Esa que debía sostener cuando reuniese las fuerzas suficientes para volver. Supe que no era el momento todavía.

-Con luz las cosas parecen más pequeñas

La voz de Noelia partió en dos mis pensamientos. Escuché sus palabras segundos después de pronunciadas, y la miré interrogante.

-Por la noche siempre reunímos todos nuestros pensamientos en un sitio pequeño y cerrado, parecen más grandes, y nos acabamos ahogando. Cuando llega el día podemos ver el tamaño real de nuestra vida.
-A esta hora solo ha cierto reflejo de luz. ¿A qué escala ves tu vida ahora?
-A la escala que tú quieras. Siempre a la que tú quieras. Siempre eres tú, sobre las demás cosas
-¿Estás con alguien?
-Con todas y con ninguna
-Así que no eres de relaciones
-Lo fui
-¿La sigues queriendo?
-No lo sé
-Cuando dudas si quieres a una persona, has dejado de quererla para siempre

Noelia volvió a dirigir la vista hacia el infinito y yo la imité. Por primera vez me sentí cerca de ella. Me di cuenta de que escondía mucho más de lo que dejaba ver a simple vista. Ese pasear por la vida sin que nadie le aguantase la mirada, segura, convincente, imperturbable a lo que pasase alrededor, implacable, era traicionado a veces por la debilidad que nos infunde un sentimiento. Era humana. Sufría. Le afectaban las cosas, aunque nunca lo decía.
Encendimos un cigarro que fumamos en nuestro ensimismamiento. A las siete emprendimos el camino de vuelta y nos despedimos en la antigua facultad de medicina. Noe me dio su móvil. Antes de irme, le dije:

-deberías dejarte querer

Me estudió largamente, sin denotar el menor atisbo de sentimiento en su mirada. Finalmente contestó:

-Deberías aprender a quererte.

No era una crítica ni un reproche. Solo un comentario, un pensamiento lanzado al aire. No eran más que dos conclusiones sacadas a lo largo de la noche y sin embargo esas palabras golpearon fuerte en nuestras dos mentes.




2

No sabría decir cuanto tiempo permanecí tendida en la cama. Mi cabeza bullía como un hervidero de ideas. Hacía ya unos cincuenta recuerdos atrás que había despertado y empezado a ordenar todo lo sucedido. A juzgar por la luz que se colaba en mi modesta habitación de residencia universitaria, era medio día. Lo más seguro era que se hubiese acabado el último turno de comida, aunque tampoco me preocupaba porque no tenía hambre ni sed de nada. Solo de orden.
Un calor repentino me subió desde el pecho hasta la cabeza. Me estaba empezando a agobiar demasiado. Cerré los ojos y contuve la respiración hasta que me fue imposible retenerla más segundos. "Con luz las cosas parecen más pequeñas" Siendo decirte que tu teoría falla, pensé cínica.
Las cosas eran lo que eran, y yo las veía enormes y justo encima de mí.
Era sábado. Había dormido toda la mañana y una vez visualizada y ordenada la realidad tal y como era, llegaba el momento de actuar.
No imaginaba una vida en la que no estuviese Alberto. La sola idea de vivir un día sin su compañía me provocaba tal inseguridad y miedo que me abría un abismo en el estómago que trataba de llenar de oxígeno sin éxtio. El puro calor que desprendían sus buenos recuerdos me animó. Me atreví por fin a romper con aquella postura horizontal que empezaba a agarrotar mi cuerpo, y me metí a la ducha. En media hora ya me había vestido y comido chocolatinas que encontré por la habitación para engañar un hambre repentino. Salí de la residencia ignorando los comentarios maliciosos de mis compañeras que no aportaban nada contructivo y decidí dar un paseo. La luz del sol me sentó bien, incluso su pequeño atisbo de calor. Eran finales de octubre y Zaragoza se preparaba para la época de más frío, vistiendo los escaparates de las tiendas con abrigos. Me subí la cremallera hasta arriba para proteger mi garganta, y emprendí el camino sin rumbo, con el fin de volver a casa. A las seis y media mi paseo terminó, como ya había sido previsto, en el portal de Alberto. La puerta estaba abierta así que entré y me arreglé el peinado frente a un espejo situado a la derecha. Me contemplé a mi misma largo rato. Respiré hondo, entré en el ascensor y ordené que subiese al piso tercero. Fui a parar en un pasillo angosto y alargado. A la derecha estaban las letras A y B. A la izquiera, el dintel de las puertas rezaba C y D. Me dirigí a las dos primeras y me detuve en la B. Creo que no pasaron más de cinco segundos cuando escuché el ruido de una llave deslizándose y girar en la cerradura, y vi abrirse la puerta de al lado acto seguido. Una chica apareció en el rellano y ambas nos estudiamos casi sin querer. Era alta, pelo castaño con mechas de un color más claro. Melena con extensiones y flequillo ladeado. Llevaba unos vaqueros rotos y una americana negra, bajo la que lucía una camiseta roja sin escote. Nuestra mirada se cruzó en ese instante, y yo me sentí una intrusa de pupilas que trataba de leer el alma que éstas escondían. Esa mirada marrón clara me intrigaba. Pude apreciar cómo entornaba ligeramente los ojos, tratando de adivinar los pensamientos de mi cabeza que sabían que hablaban de ella. Una sensación de histeria se apresuró a hacer que temblasen mis dos piernas.
Fue ella quien rompió ese instante de palabras de silencio, girándose para cerrar la puerta de su piso. Tras este movimiento, avanzó por el pasillo y desapareció, dedicándome antes de hacerlo una última mirada amable, de confidencia, mezclada con hielo.
Fijé la vista en la puerta del piso de mi novio. Se detuvo el tiempo. Se de tuvo el mundo. El aliento, el silencio. Se detuvo mi respiración y mi corazón con él, e incluso mi cerebro. Se paró cada reloj de cada habitación. Se congeló de puro cansancio el propio miedo antes descrito. Cada sentimiento reprimido era un exceso.
Y di media vuelta. Y abandoné aquella casa. Aquella vida. Aquel rostro y cada una de sus miradas, ahora pobres, ahora reducidas a hondas cicatrices que el tiempo curaría, o que quizá nunca curasen. Y a decir verdad, ahora lo sé. Con los años no se superan emociones. Nunca lo hacen.




Como personas que somos, vivimos en sociedad. La sociedad nos aporta muchas cosas, recibimos de ella todo lo que posee, sin embargo debemos ser cada uno de nosotros quien seleccione lo que nos interesa coger. Hay momentos en la vida en los que la sociedad que te rodea no te llena, no te alivia, no te ayuda nada. Pero incluso la peor sociedad se parece más a ti que cualquier otra cosa, afición o distracción, por su condición de ser humano. Por eso es mejor aferrarse a ella que vivir a la deriva. Solo es cuestión de tiempo que aparezca otra nueva sociedad que te enriquezca más.
Y esto fue lo que aprendí en los días que siguieron. El ambiente que me rodeaba no era el idóneo para sufrir tal drama como es el de la ruptura de una relación larga. Mis compañeras de universidad y residencia tenían poco tiempo para realizar el papel de hombro en el que llorar. Había mucho que estudiar. Tampoco tenía amigas. Y además de todo esto, a nadie le importa cuando te duele algo por dentro excepto a ti, porque es difícil de entenderlo.
La semana pasó entre horas largas, lágrimas y recuerdos. Me costaba levantarme, me costaba dormir. Lo primero que hacía al despertarme era mirar el móvil por si tenía algún mensaje. Si pasaba cerca de su facultad, oteaba el horizonte. Era incapaz de escuchar ciertas canciones o de decir según qué frases. Dolían físicamente. Andaba tan distante que apenas pisaba la calle. A veces me arrastraba con fuerzas inexistentes. Una continua presión en el pecho me perseguía día y noche. Era el peso de la conciencia. Tal vez del miedo. Quizá del arrepentimiento.
El primer día de noviembre amaneció en Zaragoza con niebla y trece grados. Había quedado con Alberto en su piso a las doce para coger algunas cosas que se habían ido quedando allí a lo largo del tiempo. Hacía ya unos días que había hecho una promesa conmigo misma. En el momento en el que saliese por esa puerta y se cerrase, se habría cerrado con ella un capítulo de mi vida, que no una vida entera. Tan solo un capítulo de todos los que me quedaban por vivir. En el preciso instante en el que abandonase ese portal para no volver jamás, no me permitiría pensar en el pasado, y mucho menos llorar. Porque eso era. Pasado. Pasado y nada más. Comprendí que no podía vivir más tiempo de recuerdos, alimentándome de ellos, respirando sueños.
Salí de la residencia decidida, con prisa por terminar. No sé si me atrevería a decir que estaba animada, pero sí concienciada en gran medida, y eso era más de lo que podía esperar. Alberto vivía cerca del hotel Boston. Tomé un atajo metiéndome por la calle La Paz y apareciendo así en el camino las Torres. Antes de que me diese cuenta estaba mirándome en el espejo de su portal. Sonreí orgullosa, y mi reflejo me devolvió el gesto. Subí en ascensor y Alberto no tardó en abrirme la puerta. El saludo fue frío. Ambos guardábamos las distancias prudencialmente, para que no doliese. Me invitó a pasar por pura educación y cerró la puerta tras de sí. Recorrí la mirada por el piso que había sido como mi segunda casa durante casi tres largos años. Se me antojó desconocido. Ya no sentía su olor característico, su ambiente cálido que me acogía desde que entraba hasta que me iba, su tacto a algo intimo que me envolvía. Estaba lleno de recuerdos y momentos que se iban rompiendo, se iban acumulando en lo más hondo de la conciencia para guardarlos en fragmentos. Estaba tan vacío que te llenaba del mismo sentimiento y a mi cuerpo le recorrió un escalofrío.
Le noté cansado. Sus ojos envejecían por momentos y el gesto de su rostro tampoco reflejaba la edad que tenía en realidad. Su pelo y su forma de vestir estaban descuidadas, hacía días que no se afeitaba. Quizá no eran solo los recuerdos los que se iban destrozando por momentos. Sin embargo, no dejé que aquella mirada de miedo a mi ausencia me afectase, ni me plantease cambiar de opinión. Quedarme a su lado implicaba detener el tiempo sin remedio, en algo que hacía mucho había muerto. Y salir de allí... salir de allí era volver a respirar, era vivir. La visita no duró mucho más. No había nada que decir ni compartir. Ya en la puerta, volví a mirar sus ojos rotos y le susurré, en un tímido intento de consuelo:
-El tiempo cura
Él contestó con voz grave e inanimadas palabras:
-¿Y mientras?
Su mirada empezaba a quemarme piel y alma:
-Intentar no morir
Ya en el rellano, suspiré aliviada. Se había terminado. Era una prueba superada. Cerré los ojos, intentando borrar esta última escena.
En eso estaba cuando escuché pasos de tacones aproximándose. Al subir mis parpados me encontré de frente con la vecina del intercambio de miaradas de la otra vez. Allí estaban esos ojos marrones y ese pelo castaño, examinándome:
-¿Te encuentras bien?
-Si, gracias
Volvió a llenarse el ambiente de aquella sensación extraña. Volvimos a bañarnos en miradas, buceando, hablando con un lenguaje secreto cuyo poder no sabía bien donde acababa, hasta que dos palabras rompieron ese silencio hecho de nada:
-¿Quieres entrar?
Mi subconsciente obligó a mi cabeza a asentir, al tiempo que mis pasos me empujaban. Se acercó lentamente a mí, con movimientos felinos, con sus pasos elásticos de gata, hasta invadir mi espacio. Nada podía escapar a esa mirada. Nada escapaba. Yo ya estaba atrapada en la atracción que cada parcela de ella misma emitía sobre cualquier cuerpo que se acercaba demasiado. Era pura gravedad. Sus labios se encontraron con los míos, de forma intencionada como por casualidad. Fue un beso húmedo, pausado. Un beso cuidado y espontáneo. Un beso más corto que una estrella que se va, que el mismo tiempo. Fue un beso cálido, fue algo nuevo. Mi primer contacto con un mundo paralelo.
Creo que en ese momento dejé de pensar y me olvidé de que yo era una mujer, y de que los labios que me besaban pertenecían a otra mujer. Me olvidé de que estábamos enfrente de esa puerta de mi vida que se acababa de cerrar. Y como una ironía, como una paradoja, abrió la suya sin cerrar mi boca. Antes de entrar tras ella, y mientras me besaba y me agarraba de la chaqueta para arrastrarme dentro, acerté a decir con medible esfuerzo:
-¿Cómo has dicho que te llamabas?
-No te lo he dicho
Nuestro último beso se curvó en una sonrisa, y la puerta se cerró.
El piso estaba iluminado por la tenue luz de aquella mañana nublada. Era una luz de sueño, y yo me sentía soñando. La dueña de esa mirada se deslizaba por su casa agarrándome la mano, guiándome entre pasillos y habitaciones a las que no presté atención. Todas mis fuerzas se concentraban en tratar de adivinar qué movimiento haría ese cuerpo a continuación. Nuestro paseo terminó en lo que adiviné era su dormitorio. Al cerrar la puerta, la estancia quedó iluminada por una franja de luz que se colaba entre las cortinas cerradas. Apenas se adivinaban los contornos de su cuerpo, los perfiles de los míos se fueron juntando en la penumbra hasta formar una sola figura. Ella tomó el control, yo solo la imitaba. La ropa fue cayendo, deslizándose por nuestro cuerpo hasta llegar al suelo. A cada segundo que pasaba me iba atrapando más con sus besos que ya no eran lentos, sino urgentes, apremiantes, como sus gestos, como el deseo.
Deshicimos la cama entre miradas, y compartimos nuestra piel. Sentí como sus labios recorrían un camino estudiado desde los míos hasta el ombligo. Mi cuerpo respondía. Era evidente que yo quería, en ese momento, en ese instante, necesitaba fundirme en sus curvas definidas. Se paró el tiempo en aquella habitación. El aire se mezcló con suspiros agitados exhalados de las dos. Su pelo caía sobre mí, y yo jugaba con él al tiempo que sentía el peso de su cuerpo. Entró en mí, como una intrusa que buscaba un solo instante de placer, cayendo en la rutina el movimiento seguro, urgente, ligero, activo. Yo lo sabía bien. Acababa de cruzar la línea de los ojos en blanco.

1 comentario:

  1. ya estoi esperando el proximo capitulo con ganas!!! la ultima reflexion es muy filosofica..se ve qe as estudiado...
    sara

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