Para el Chamán
que corrió descalzo por Anzanigo buscando pistas en el cementerio.
La vida te voló por dentro. Como un pájaro herido suplicabas
ser salvado. Subiéndote en lo imposible. Arrellanado en tu agujero.
“Un haz de luces y sombras”. Así me describiste la vida. Y
yo entonces creía tus palabras, y sentía que el brillo de tus ojos me iba
anunciando algo.
“Fragmentaria” me llamabas. Hecha de fragmentos. Muy pequeños,
muy pequeños. Y quisiste abismarte entre mis palabras, asomando tu mirada a
aquellas trazas. Pero no pudiste ver el fin, jamás, ardiendo dentro.
Hoy creo que sabías tu destino. Aunque me hablabas de él
como un niño sin rostro que se comía los planes y los ponía del revés. Me
anunciabas nuestros días y el horizonte del designio como un infinito de
posibilidades inmensas que se abrirían. “Y vivirás” me decías “sufriendo pero
en paz, fragmentaria”.
Y aquella farola se nos fue quedando tan fría, tan deprisa…
Me enseñaste tus poemas como tesoros guardados debajo de tus
alas. Yo traté de acariciarlos, pero nunca te entendí del todo. Perdías el
control desde tus centros, y la autodestrucción te resultó alentadora.
El hueco y el odio nos
invadieron por dentro. Aquella mano caliente sobre la mía helada
recorriéndome sin peso. Mi boca seca y la tuya enferma, elaborando versos
innombrables. Asqueada. Alocada,
ahorcada, bajé de aquel coche como trampa y no volví, jamás, a escuchar tus
palabras.
Yo sé que te mirabas enfrente de la vida, imaginando el
abismo que se abría, y te gustaba sentir ese anhelo de proyección infinita. Yo
sé que el horizonte te atrapaba. Te recuerdo en medio de la nada, con el sol
naciente y tus brazos alzados hacia el cielo, comunicándote desde ti mismo en
tus deseos.
Has dejado un campo devastado alrededor de tu hueco. Y en
mí, una sensación confusa. Y en mí, una incomprensión difusa. Y en mí, un
sentimiento de inmanencia que me asusta. Y en mí, en mi eternamente mí, una
seguridad carente de excusa: de aquel haz que tú anhelabas describir con tus
palabras, solo pudiste ver sombra.
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