No soporto más este sonido. Esta estridencia incontenida. Este ruido incontenible. Y esos ojos ciegos… me miran directamente, lo noto, lo sé. Me está transmitiendo su sufrimiento. Me relata su tortura interminable a través de ese silencio. El silencio de la muerte.
En el centro de la mesa, protagonista absoluto de la noche. Las miradas girarán en torno suyo. Los comentarios elogiosos le atravesarán de extremo a extremo. Los piropos serán arrojados sobre su cuerpo inerte, cocinado y muerto. Pero nadie pensará realmente en él. Nadie se preocupará, en verdad, por él. Nadie se preguntará qué le ha sucedido hasta terminar en esta mesa. Nadie se planteará si es correcto que una vida termine en sus bocas. Nadie se cuestionará si aquella vida tendida en sus platos merecía ser vivida. Porque esa vida no alzará la voz para defender su causa. Y quien no habla no existe.
No soporto más este espectáculo grotesco. Imagen parecida a un campo de batalla tras la lucha ya finalizada, cadáveres desperdigados por todas partes: miembros sueltos. Nada en toda la mesa que no lleve escrita la palabra ASESINATO.
De pronto, interrumpiendo la velada, se presenta ante mis ojos la evidencia más clara: el contenido viril que significa comer carne. Un hombre disfrutando con la cabeza de mi compañero en su plato. Un hombre desollando el cráneo, en busca del cerebro. Luego pasa a la lengua. Lo muestra a los presentes, como un trofeo, como una prueba de virilidad a superar: “no quedarán más que los huesos, lo prometo”. Se lo enseña a su hija, le ofrece un trozo del cerebro. La niña lo rechaza con gesto de espanto y de asco. El padre se ríe, la mira como quien mira a un ser endeble y débil, y se gira, confiado, hacia su primogénito. El niño asiente, come el cerebro, se regodea. Es sin duda un macho, la sociedad ya puede reconocerlo: es un hombre de verdad, se ha comido el cerebro de un animal muerto. Aunque no le guste, no lo dirá. Y entre comentario y gesto, le transmite a los pequeños que comer carne es ético.
No soporto más este sonido. Esta estridencia incontenida. Este ruido incontenible. Y esos ojos ciegos… me miran. Lo sé. Lo sé, lo siento. Soy cómplice de este asesinato, de este espectáculo sádico, cínico y grotesco. Lo sé. No hay necesidad de esto.
Aquí estás, compañero. Tendido ante mí, muerto. Sin que yo haya podido hacer nada por remediarlo, por resolverlo.
Y una daga helada me atraviesa el corazón cuando pienso en las miles y miles de vidas que acabarán como tú, que sufrirán como tú. En vuestros campos de tortura indescriptibles.
Seréis una vez más los protagonistas de la noche sin que nadie os atienda, sin que nadie os escuche.
Una lágrima resbala por mi cara en el primer bocado. Quiero escupir. Quiero vomitar toda la carne que he tragado.
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