El calor se derrama por mi piel como un ave muerta al filo
del nido. Desterrada. Hundida. Herida. La sangre marca mi camino pero no quiero
que me sigan, no quiero que me sigan. Borro el rastro con mi lengua, lamiendo
el hierro de mis venas. No sabe a nada. Estoy muerta.
El calor se desborda por mis poros como agua latiendo en el
centro de la piedra. Estoy en el exilio. El lugar destinado a los cuerpos sin
control, a las mentes inválidas. In-válida. Así me he sabido toda mi vida.
Inútil. In-útil.
La validez se mide por actos de habla y la utilidad, por el
grado de autocontrol. Pero yo lo sé ahora. Yo lo aprendo ahora.
¡Yo! Que he devastado campos llenos de lirios que me
acariciaban sin herirme. He quemado hasta el último pétalo cuidadosamente
enroscado entre la rama más fina del árbol con más sombra para mí. El amor de
una madre. El único que existe.
¡Yo! Que he arrasado ciudades que se construyeron con la
ayuda de mis sueños más secretos, en cooperación constante por una vida mejor.
Midiendo cada muro que nos defendiera del resto del planeta.
Pero la muralla no me rodeó a mí misma: ella se abrasó en mí, y yo no pude, no
fui capaz de salvarme de mí.
La ciudad, abandonada. La ciudad abandonada y sola. Siendo
el alimento de las llamas que produje en mi abismarme, en mi recortarme, en mi
implosionarme, en el estallido de las palabras fantasma, de la voz enloquecida,
de los gestos severos.
¡Yo! Que en cada fogonazo, que en cada disparo, que en cada
explosión y cada incendio incontrolado, noto cómo todas las partículas de mi
cuerpo: las membranas, la saliva, y los huesos; las uñas, los dientes, cada uno
de mis cabellos; los músculos, mis labios, mi clítoris; mis venas, mis ojos,
sus cuencas; tira a tira los centímetros
de mi piel; mi lengua, mis riñones, mis pulmones; mi estómago, mis pliegues,
mis ovarios… Todo mi cuerpo se desintegra en un estallido lento y doloroso, que
me va separando de mí, que me va desterrando de la imagen de mí que yo amo.
La imagen que me devora. La imagen que me repugna. La imagen
que me devuelve mis recurrentes planes de suicidio. Que me augura un final, un
eclipse total. Vuelve: vuelve al otro lado del espejo. Y los rostros que yo amo
devienen pánico de esa imagen que no amo. Me persigue. Sigue el rastro. Huele mi sangre borrada en el exilio. Corre.
Yo intento correr, más rápido. Las piernas se me doblan. Ya casi me alcanza.
Las piernas se me doblan. Están hechas de un material endeble, blando y mojado
como mis labios cuando me masturbo. Escurridizo como los relojes de Dalí, como
un orgasmo que se cuela antes de tiempo.
Pero sigo. Intento seguir. Porque no hacerlo es causar el
terremoto, el seísmo mortal. Me arrastro con las manos. Las heridas son graves.
Los daños, irreversibles. ¡Pero que me arrastro con las manos! ¡Que quiero huir
de ese cadáver incendiado! Que me persigue. Me busca. Quiere encontrarme.
Quiere atravesarme el cuerpo, robarme la voz. Situarme como causa originaria de
toda la tristeza. De toda la violencia del planeta.
Mi huida es penosa, es patética. Una imagen devorada, como
un habitante de la calle desplomado, muerto por su propia hambre.
La huida es ridícula, es mortal. Pero la huida es vital.
El calor se derrama por mi piel como un ave muerta al filo
del nido. Dividida. Separada. Mi yo inconfundible se disocia de mi yo diluido.
Atragantado en la maleza. La trinchera no fue construida para defenderse de
quien ella habite. Una nueva sacudida. Los dientes se me clavan en las manos.
Mis piernas son estropajo mojado. Desintegrado. Mis fragmentos ruedan por el
borde.
No hay comentarios:
Publicar un comentario