jueves, 9 de agosto de 2012

Escribir es siempre luego

Una decisión impulsiva me hizo incorporarme de la cama. Sentada en ella deslicé sigilosamente un pie hasta llegar al límite del suelo y retiré de mis piernas delicadamente la sábana. Todo estaba oscuro pero mi mente dibujaba los contornos de la habitación, la imaginaba tal cual es. Mis ojos miraron entre las sombra a la puerta aunque no la veían. La acción llevada a cabo por un pensamiento fugaz de mi mente me indicaba que el siguiente paso era apoyar mi peso sobre los dos pies y abrir la puerta. Un pequeño movimiento apenas imperceptible de mi cuerpo comenzó a realizar aquella tarea pero entonces se detuvo en seco. Giré la cabeza en derredor, hacia aquellas ondulaciones que se formaban en mis sábanas y en el colchón aunque no las veía: irradiaban calor. Y una respiración continua y tranquila. Dibujé en mi mente sus ojos cerrados, sus pecas durmiendo, sus manos juntas apoyadas en su cara que de por sí ya tenía dulces montañas y que ese gesto acentuaba, y yo quería besarlas, y yo quería morderlas. Sus labios juntos y callados, su nariz realizando ese duro e innato trabajo de exhalar, de inspirar, de exhalar, de inspirar… su dulce y blanco pecho respondiendo a aquella acción tan mecánica, bajando y subiendo, bajando y subiendo… y sus piernas flexionadas recogido así todo su cuerpo en un ovillo, de su cuerpo que yo amo.

Dudé. Quedé incorporada con un pie sobre el suelo y una mano muy cerca del límite donde comenzaban las ondas de la manta. Y pensé en retornar la idea repentina que me había asaltado con el deseo de escribir sobre ella, de escribirle a ella, de describir ese momento. De huir del tiempo, de jugar en su contra, de desafiarlo con los ojos abiertos. Me entró esa necesidad angustiosa de detener la vida entre las manos, mi vida entre mis manos que era ese momento exacto. De pararla con palabras. De pausarla privando mi sueño. Y desarrollé en mi cabeza las palabras que iba a plasmar sobre ella.

Pero entonces no quería dejarla. Pero entonces no quería levantarme, abrir aquella puerta, cruzarla, abandonarme a las más completa oscuridad de mi casa vacía, a la más absoluta soledad de un papel en blanco, de mi mente trabajando tan deprisa. Pero entonces no podía huir, no dormir en la última noche en la que dormía con ella. Pero entonces no sabía qué era exactamente desperdiciar el tiempo, cerrar los ojos a su lado o mantenerlos despiertos en mi soledad marchita, con su cuerpo apoltronado en la habitación contigua, con su mente descansando… su amada mente brillante de palabras niñas. Pero entonces qué debía yo hacer, dejar que el tiempo pasase rápido a su lado o lento estando lejos, en otra habitación: eso era muy lejos. Que despertase y me encontrase sin dormir y con palabras para ella, o que despertase y me viese despertarme, abrir los ojos a la vez, sin poder decirnos nada, sin ninguna palabra: con muchas miradas.

Entonces aquellas ondas de la cama se movieron lentamente y extendieron su brazo hacia el hueco que había dejado mi espalda incorporada, palpándolo, buscándome. Me tumbé de nuevo y aquel brazo rodeó mis hombros, me cogió la mano, me apretó con fuerza. Se me humedecieron los ojos. Mi cara mojada, un pequeño sollozo.

Acerqué despacio mi cara a su cara, mi nariz a su pelo, y comprendí que las palabras no tienen su olor.

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