-¿Y tú por qué has venido?
Lo que me había llevado hasta allí no era sino un impulso, una decisión tomada a última hora, precipitada en mi cabeza, salida del vacío, de ese impensado que nunca sabe dar respuesta de sí mismo.
Desvié la mirada y contemplé el río, el aire, las montañas, el campo, la brisa, el rocío… la vida. Allí, tal cual me encontraba, sentada en la lozana hierba nunca marchita, una pregunta inocente pero firme, grave y clara, simple y triste me subió por oídos y garganta hasta llegar al corazón, atravesando de extremo a extremo la herida. Empezó a sangrar. La razón, intentando encontrar una respuesta, trabajaba muy deprisa.
Sin tiempo para contestar a aquella primera pregunta, una segunda apareció, hundiéndose más dentro. Henchido desconcierto.
-¿Qué buscabas aquí?
Buscar algo en todo es difícil. Buscar algo en nada es imposible. Buscar… no sé si buscaba en un pueblo perdido alejado de todo lo que había encontrado. No sé si buscaba algo a parte de nada conocido.
El río, el aire, las montañas, el campo, la brisa, el rocío… la vida, desaparecieron sin mirarme, se disolvieron en detalles, se esfumaron como el humo fatuo de mi silencio a voces, y dos ojos aparecieron ante los míos, mirándome, como la única verdad indiscutible. La mirada de aquellos ojos a ratos verdes, a ratos marrones, era una mirada penetrante, de esas que te leen, y contemplaban sin palabras mi boca cerrada, mis ojos perdidos, mis manos temblando, mi gesto vacío. Aquellos ojos de tierra mares alzaron la voz por un instante:
-Tienes una mirada muy expresiva
-La tuya mira observando, como si quisieses captarlo todo
-No sé si eso es muy bueno
El silencio apareció, tan solo para que aquellas pupilas tomasen aliento y pudiesen decir de nuevo:
-¿Qué buscabas viniendo aquí?
-Me busco a mí
-¿Aquí?
-Aquí. Espero encontrarme entre la nada. ¿Y tú, qué buscabas?
-Huir de mí
-¿Aquí?
-Aquí. Espero perderme entre la nada
Mis ojos expresivos quisieron ser los suyos para contemplarlo todo, ansiaron imitarlos. La vi por fin, sentada junto a mí, con pelo negro, pelo de noche. Pelo oscuro, tan oscuro como sus ganas de vivir, como su todo, como el motivo de aquel viaje.
Ella buscaba perderse en el paisaje, ella ansiaba disolverse, desaparecer, explotar entre detalles. Ella quería averiguar qué pasa cuando no se puede respirar, cuando ya no hay aire. Deseaba librarse de esas imágenes que ahogaban, de ese pensamiento indestructible que mataba, de esa verdad indiscutible aglomerada que se agolpaba en la conciencia hasta reducirle a nada. Nada, nada, en la nada había venido ella a perderse, para difuminarse y no ser nada, camuflarse entre la nada.
Mis ojos expresivos que como los suyos contemplaban, quisieron observarse a sí mismos, y comprenderlo todo. Me vi por fin sentada junto a ella, con cara blanca iluminada, como iluminaba poco a poco la nada. Yo buscaba encontrarme, yo quería ser yo sin nadie, ansiaba descifrarme. En esa nada no había nada hasta que llegué yo, y ese yo era el que yo buscaba. Anhelaba borrar esos recuerdos que parece que no acaban, los fantasmas que siguen acechando tras puertas que juzgas cerradas, volcarme en mí, solo en mí, siempre en mí.
Ella buscaba perderse y yo encontrarme.
Éramos los dos extremos de todo un universo paralelo. Polos opuestos. Buscábamos algo diametralmente distinto, radicalmente contrario. Lo infinitamente otro. Pero huíamos. Las dos huíamos.
Yo huía de todo menos de mí, ella solo huía de sí misma.
Y en el río, el aire, las montañas, el campo, la brisa, el rocío… la vida, ella buscaba todo para estar fuera de sí, y yo solo me buscaba a mí.
Y en ese precipitado huir constante nos habíamos encontrado, chocándonos. Cayéndonos al suelo, examinándonos. Aprendiéndonos con un simple juego de miradas. Aquella pareja de ojos quería conocerse, deslumbraba, desvelaba el vínculo que les unía, la intriga que les ataba. Pero las miradas de esos ojos, entonces verdes, se tornaron esquivas de repente, se volvieron huyendo, y se cerraron como un libro abierto. No me dejaron seguir leyendo.
El río sonaba, el aire flotaba, las montañas se erguían, el campo maullaba, la brisa soplaba, el rocío caía… la vida seguía y se reía sin malicia de mi misma.
Era temprano. Demasiado todavía.
Y nos quedamos dormidas.
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