Y un rostro escueto se acercó para observarme. Era una tez clara, cara blanca que miraba. Miraba tanto que no veía, e intentaba adivinar los contornos difusos de mi alma muerta a ciegas.
Y una lengua se mojó aquellos pálidos labios, tratando de acertarse a averiguarlos. Cuando los encontraron sonrieron un instante sin dudarlo. En este instante de sonrisa mueca se congeló el tiempo, y con ellos ese siempre inacabable gesto. Después el tiempo volvió, y aquellos labios adoptaron la longitud real de las comisuras blancas. En cuanto se secaron, desaparecieron. Y la lengua volvió a asomar entre los dientes perlas para volver a descubrirlos entre la niebla.
Aquella etérea figura estaba congelada, era una escultura eterna de hielo mudo, que no se sentía, ni se veía, ni se hallaba aunque se buscaba de forma desesperada. No se entendía, y trataba de adivinarme entre sus pliegues para darse razón de sí misma. Pero tampoco podía verme. Estaba ciega de ganas de atisbarme entre la más absoluta escarcha.
Con esfuerzo reprimido trató de dar un paso, en un intento de acortar nuestro espacio. Yo observé, tanto como me permitía el humo grueso de mi propio incendio, los esfuerzos de aquella escultura de hielo por acercarse a mí, al fuego, para tratar de existir. Mi alma estaba muerta, muerta para mí.
Equilibré el espacio acercándome un par de pasos. Mi rostro encendido por mis labios desprendía un calor inmenso que no me dejaba sentirme. Al tocarme me quemaba, al envolverme me asfixiaba.
Observé a la dama de hielo, siempre incesante, siempre en el suelo. Escultura esculpida nunca acabada, inacabable en su despertar sin aire, inaccesible cuando estaba yo cerca para intentar adivinarle. Repliqué.
-Nunca me dejas besarte
-No. No me gusta que me besen. Valoro los abrazos. Los besos se dan porque sí
-Yo no beso porque sí
-No puedes besarme
-No puedo abrazarte. Si te abrazo te fundes en mis brazos fuego. Te derrites. Te consumes. Desapareces en mi propio incendio. Y si me abrazas me congelo. Desaparezco en tu silencio.
-Estamos destinadas a no abrazarnos
-A mirarnos.
-Yo observo todo, y eso es malo
-¿Porque observas y no actúas?
-Porque observo y no me muevo
-Quiero que te muevas
-No puedo
-Me desconciertas
-Lo siento
-No lo sientas. Eso me fascina
-Me alegro
-No te alegres. Eso me desconcierta
-Lo siento
-No lo sientas. Me vuelve a fascinar
-Siento marearte
-No lo haces.
Y aquel rostro anclado en la nieve esbozó con esfuerzo una gélida sonrisa que intentaba calentar al mismo fuego. Fuego y hielo en una simple esquina de una calle. Tratando de encontrarse. Pero era una calle tenue, era una calle sin luz, sin gente, sin sueños, sin aire. Nadie vio lo que no vimos, nadie entendió lo que dijimos, nadie supo si nos movimos. Morimos. Morimos y morimos en una incesante danza de agua, fuego y escarcha que intentamos apagarla. Y no podemos. Y nos miramos sin movernos ni tocarnos. Tú eres hielo y yo soy fuego. Y el hielo sin fuego no respira, solo piensa, piensa y no tiene prisa. Y el fuego sin hielo solo siente, siente y siente sin medida, respira tanto que se ahoga y nunca avisa, porque siempre va con prisa. Y el hielo con fuego aprende a sentir y se equilibra. Y el fuego con hielo empieza a pensar al sentir y se domina.
Pero no llegamos, no llegamos del todo a tocarnos.
Y el fuego sin hielo escribe porque el hielo sin fuego inspira.
Me fascinas.
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