martes, 16 de julio de 2013

Mi primera declaración de principios antiespecistas



Me corre la sangre por las entrañas. Me pesan los cadáveres ingeridos. He vuelto a mirarme desde dentro. He comido tantas vidas, devorándolas con gusto, atracándome con ansia, que ahora, de golpe, se me indigestan. Y me asfixio en la inquebrantable seguridad de haberme teñido a mí misma de la crueldad más inabarcable.
He tomado por objetos y medios para mi propio fin Seres que sienten el mismo dolor, terror y hastío que siento yo día tras día. He utilizado vidas para atender privilegios y caprichos. Por demasiado tiempo. Porque la cultura me arroja a ello. Porque el pensamiento dominante, al que hace tres años reté a un duelo a muerte, no solo es machista, racista, clasista, capitalista, homofobo, heteronormativo… es también especista. Y mi amenaza ya se extiende a esta etiqueta tan despreciable.

Me corre la sangre por las entrañas. He vuelto sumergida en todo lo que queda dentro. Gritos, quejidos, gemidos, cacareos, gruñidos que se extienden en las horas largas y oscuras de cuatro paredes y una techumbre muy alta. Cuerdas, barrotes, jaulas. Sufrimiento que trago sin asimilarlo, igual que otros engullen sin procesar nuestra cultura de machismo cotidiano y velado. Igual de condenable. Igual de nocivo y de grave.

Me hierven las palabras. Podría seguir devorando la injusticia como si fuese parte de mi naturaleza, pero ya sabemos que la naturaleza, en nuestra cultura, no existe. La Naturaleza ha muerto: la hemos matado nosotros.

Podría seguir disfrutando de mis privilegios como ser humano, igual que puedo seguir disfrutando de mis privilegios por pertenecer a una clase acomodada, o los que me otorga el hecho de ser blanca. Pero también soy mujer y lesbiana, y sé lo que es estar unas escalas más abajo en la jerarquía de la opresión. Y sé lo que es que te devoren con los ojos y te maten con palabras por habitar en los márgenes. No puedo seguir contribuyendo a este genocidio incontrolado, a este sadismo incuestionado, a esta crueldad aceptada como ley de vida o cadena alimenticia. ¿Y las muertes de inanición, son ley de vida? ¿Y la violencia de género es ley de vida? ¿Y las palizas homofobas son ley de vida? ¿Y el sufrimiento por discriminación racista es ley de vida?

Los animales no están en los márgenes, ni siquiera en el extrarradio: están en las tiendas, en los circos, en los platos. Están en las jaulas, atados con cuerdas, esperando que un cuchillo, empuñado por mano humana y despiadada, que siente su legitimación para hacerlo, se clave en su garganta, y su sangre se desparrame inconteniblemente por un suelo que se va tiñendo del color de la injusticia más acallada e incomprendida de nuestra sociedad inhumana.

Los animales, hoy, los animales, siempre, son cosas. Pero las cosas no sufren. Y aún así, nosotros, perfectos peones del capitalismo más insertado en nuestra identidad disgregada, sufrimos más por las cosas que se estropean que por los animales que mueren. No mueren. Los asesinamos. Miles y miles: cada día.

Es una auténtica matanza sólo por capricho. Es un verdadero holocausto. Un exterminio. Un sinsentido.

Me corre la sangre por las entrañas y la rabia por la voz acumulada en la garganta. He recorrido largas páginas dolorosas, declaraciones escalofriantes, imágenes repugnantes, lágrimas latentes. He despertado. Mi indiferencia aprendida se ha roto. Mi pasividad se ha pulverizado.

No hay límite ni trazo: un animal muerto es un asesinato.

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