Me corre la sangre por las entrañas. Me pesan los cadáveres
ingeridos. He vuelto a mirarme desde dentro. He comido tantas vidas, devorándolas
con gusto, atracándome con ansia, que ahora, de golpe, se me indigestan. Y me
asfixio en la inquebrantable seguridad de haberme teñido a mí misma de la
crueldad más inabarcable.
He tomado por objetos y medios para mi propio fin Seres que
sienten el mismo dolor, terror y hastío que siento yo día tras día. He
utilizado vidas para atender privilegios y caprichos. Por demasiado tiempo. Porque
la cultura me arroja a ello. Porque el pensamiento dominante, al que hace tres
años reté a un duelo a muerte, no solo es machista, racista, clasista,
capitalista, homofobo, heteronormativo… es también especista. Y mi amenaza ya
se extiende a esta etiqueta tan despreciable.
Me corre la sangre por las entrañas. He vuelto sumergida en
todo lo que queda dentro. Gritos, quejidos, gemidos, cacareos, gruñidos que se
extienden en las horas largas y oscuras de cuatro paredes y una techumbre muy
alta. Cuerdas, barrotes, jaulas. Sufrimiento que trago sin asimilarlo, igual
que otros engullen sin procesar nuestra cultura de machismo cotidiano y velado.
Igual de condenable. Igual de nocivo y de grave.
Me hierven las palabras. Podría seguir devorando la
injusticia como si fuese parte de mi naturaleza, pero ya sabemos que la
naturaleza, en nuestra cultura, no existe. La Naturaleza ha muerto:
la hemos matado nosotros.
Podría seguir disfrutando de mis privilegios como ser
humano, igual que puedo seguir disfrutando de mis privilegios por pertenecer a
una clase acomodada, o los que me otorga el hecho de ser blanca. Pero también
soy mujer y lesbiana, y sé lo que es estar unas escalas más abajo en la jerarquía
de la opresión. Y sé lo que es que te devoren con los ojos y te maten con
palabras por habitar en los márgenes. No puedo seguir contribuyendo a este genocidio
incontrolado, a este sadismo incuestionado, a esta crueldad aceptada como ley de vida o cadena alimenticia. ¿Y las muertes de inanición, son ley de vida?
¿Y la violencia de género es ley de vida? ¿Y las palizas homofobas son ley de
vida? ¿Y el sufrimiento por discriminación racista es ley de vida?
Los animales no están en los márgenes, ni siquiera en el
extrarradio: están en las tiendas, en los circos, en los platos. Están en las
jaulas, atados con cuerdas, esperando que un cuchillo, empuñado por mano humana
y despiadada, que siente su legitimación para hacerlo, se clave en su garganta,
y su sangre se desparrame inconteniblemente por un suelo que se va tiñendo del
color de la injusticia más acallada e incomprendida de nuestra sociedad
inhumana.
Los animales, hoy, los animales, siempre, son cosas. Pero
las cosas no sufren. Y aún así, nosotros, perfectos peones del capitalismo más
insertado en nuestra identidad disgregada, sufrimos más por las cosas que se
estropean que por los animales que mueren. No mueren. Los asesinamos. Miles y
miles: cada día.
Es una auténtica matanza sólo por capricho. Es un verdadero
holocausto. Un exterminio. Un sinsentido.
Me corre la sangre por las entrañas y la rabia por la voz
acumulada en la garganta. He recorrido largas páginas dolorosas, declaraciones
escalofriantes, imágenes repugnantes, lágrimas latentes. He despertado. Mi
indiferencia aprendida se ha roto. Mi pasividad se ha pulverizado.
No hay límite ni trazo: un animal muerto es un asesinato.
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