sábado, 6 de abril de 2013

Huyendo en luna de lobos


Tengo que correr. Corro con todas mis fuerzas como si me importase algo salvar la vida. Corro como si fuese yo quien baja de las montañas, quien se abalanza desesperadamente hacia el refugio de los hayedos y sus ramas, como si fuese tras de mi tras quien resuenan las balas. Como si fuese mi rodilla, ahora repetidamente flexionada, la que en su momento atravesase una daga ardiendo el dolor azul de carne piel y hueso, en una huida similar a esta estampida. Escribo torpemente como si mis palabras fueran pasos atropellados en la carrera, apoyados inseguros en el suelo entre tanta oscuridad y niebla. Y me detengo en cada frase como si me agazapase yo entre la zarza y la maleza. Me araña cada palabra como si fuesen mis manos las que se ortigan. Me hiela cada silaba, como si fuese este cuerpo el que tuviese que soportar durante nueve días el frío y directo contacto de la nieve, temiendo perder algún miembro de mi existencia para siempre. Estoy comiendo furtivamente tras muchas horas seguidas manteniendo la misma posición, como si fuese yo la que bajase de las montañas tras nueve años escondida entre la cueva, convertida en alimaña o sombra.

Y voy construyéndome un hueco de palabras en esta tierra húmeda que se me pega a la piel al recostarme: el único refugio que me queda. Donde nunca vendrán a buscarme. Pero en verdad no hay suficientes palabras donde protegerme siempre, como tampoco hubo montaña suficiente para todos aquellos que no pudieron salvar la vida, aquellos cuyos ojos, cuya boca y cuyo pelo se fue convirtiendo en musgo aterido por el tiempo. Mi amenaza también es constante. El peligro absoluto de la muerte. Avanza inexorablemente por aquellas cordilleras y por estas frases.

Por eso, simplemente, tengo que correr. Tengo que correr con todas mis fuerzas, como si me importase algo ya salvar la vida. Así que ladro y aúllo a una luna ensangrentada y escupo estas palabras de rabia que saltan a mis ojos en forma de agua salada. Si no puedo contenerme, si de repente mis dedos se anquilosan en este mar indestructible de silencio espeso, no podre seguir conteniendo el aliento y tendré que gritar, y esta calma previa a la tormenta hará que estalle antes de tiempo. Caerá todo el agua de los mares convertidos en palabras, ríos que ahogarán todas las miradas y las lenguas, toda la nieve metida dentro de cada mirada del mundo, y no habrá motivo para callar, ni bala capaz de atravesar palabras.

Si de repente me encuentro ahogada entre esta tierra mojada que se vuelve irrespirable, y tengo que salir a la luz, y tengo que salir al encuentro de un espejo que me devuelva una mirada para siempre desconocida, no podré aguantar las uñas rompiendo el agua del río. Si en algún momento de mi vida tengo que huir de mi y de mis principios, tengo que decantarme entre las ideas y los míos, si en algún momento tengo que mirar estas palabras a los ojos, creo, sinceramente, que se me comerá el miedo a tiras muy pequeñas, casi imperceptible al ojo humano, pero con un dolor tan agudo que suplicaré desmayarme sin que eso sea suficiente para conseguirlo. Y pediré la muerte.

Por eso ahora dirijo una mirada rápida y congelada hacia las montañas que se extienden en mi recuerdo, y pienso en esa figura aprendida de memoria, como la palma de mi mano o el rostro de quien amo, y pienso por entero en el Moncayo, y en las muertes que le habitan, incluido, entre la nieve, la de mi yayo.

Y no puedo abandonarlo allí arriba. Sintiendo como el frío le devora por dentro, comprendiendo la impotencia de sus ojos en una de aquellas ultimas miradas, donde un brillo de inteligencia y sabiduría contenida se atisbaba, una mirada infantil y triste tan honda que me devoró por dentro vaciándome de todos mis órganos y vísceras, y un grito mudo y prolongado, que provenía de los hombros, ensordeció mis propias entrañas.

Ese es el único dolor verdadero. El que no se puede decir.

Por eso tengo que correr. Tengo que correr con todas mis fuerzas, como si me importase algo ya salvar la vida. Tengo que correr montaña arriba e ir a buscar aquello que nunca he llegado a echar de menos hasta este momento. Lo más primitivo de mí. Lo más sincero. Lo más extraño.

Tengo que subir por esta montaña impenetrable que es para mí cada palabra, y arañarme con sus ganas de tumbarme en el suelo, y sobreponerme al anquilosamiento de mis huesos. Tengo que escalar esta cumbre imposible, por más que me cueste, por más que cada palabra rebote inmensamente entre mi mente y no pueda más que cerrar los ojos y seguir escribiendo a tientas, apretándolos con fuerza, inclinando hacia atrás la cabeza, aun sin poder abrirlos, pero imaginando el cielo, la silueta de la montaña que yo amo, y tengo que aguantar así, en esta oscuridad inducida, notando la boca seca, tratando de hacerme agua con mi saliva. Tengo que morder cada vientre de cada esquina del mundo, aunque esté maduro o no de su fruto. Tengo que chupar toda la piel putrefacta en la que habito, para sentir, para sentir, para saber, para no quedarme en este muerto mal nacido, en estas palabras que siempre me nacen muertas, como un niño no querido. Y no quiero sacarme estas palabras de lo más profundo de mi ser y darme cuenta de que no valen nada. Y no quiero llegar a la cumbre de esta infectada montaña, mirar en derredor, contemplar el paisaje y no ver nada más que un desierto desolado, lleno de sangre, lleno de palabras asesinadas por mis propios dientes, descuartizadas una a una por la presión de mis dedos al escribirlas y no entenderlas, por los fragmentos del espejo al mirarme entre mi misma y no entenderme, y no descubrirme, y no hallarme nunca más entre estos ojos que me miran, entre esta nariz que intenta olfatearme para ver si todavía queda algún resquicio de vida.

Pero mi fachada es de alimaña y de sombra y de lobo. Y solo puedo seguir. Solo puedo correr. Ya sin aliento. Ya sin fuerzas. Acompañando el sonido de las teclas con mi cuerpo, como si yo también tocase el piano, como si estas palabras tuviesen las fuerzas y la calidad suficientes de resonar por toda la casa, aunque nadie quisiese escucharlas, pero obligando a escucharlas. 

Acompaño cada letra con el movimiento acompasado de mi cuerpo que no viene, está lleno de frío y no puede soportar más la distancia que le separa de la Única que le devuelve ese calor, un león tranquilo que me espera entre una cama deshecha.

Tengo que correr o morir. Tengo que escribir o morir. El cierzo me corta la cara y los labios mientras me refugio en mi propia tumba cavada con palabras, cargadas a mi espalda. Tengo que verte o morir. Tengo que correr, correr hacia ti.

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