martes, 15 de octubre de 2013

Autoinculpación

Lo confieso. Soy una asesina. Todos los días, muchas veces, en muchas ocasiones a lo largo de 24 horas. A horas puntuales y entre horas. Siempre vigilada. Siempre obligada. Lo confieso. Soy una asesina porque contribuyo a una masacre. Soy responsable de muchas, muchas,  muchas muertes. Es un gesto sencillo. Un gesto tan cotidiano que nadie detectaría jamás como violencia. Es un gesto inaudible para el resto del mundo. Pero para mí configura un estruendo que empieza a resultarme insoportable: el deslizarse de mis dientes, el abrir y el cerrar de mi mandíbula, el ritmo lento y pausado, o ansioso y molesto, cansado, de mi lengua abatida por el tiempo y la verdad de la condena. Mi cuerpo entero la soporta. Soy cómplice de la tortura.

Esta es una autoinculpación, y deseo que se haga conmigo lo que se considere merecido.

¿Qué se hará?
¿Qué harán de mí?

Nada.

El asesinato es repetido, deseado y codiciado por toda la sociedad. Este holocausto del que me atribuyo como cómplice absoluta desde que tengo menos de dos años. Todos somos cómplices de la tortura, la sangre y la muerte. Todos del maltrato, las experimentaciones. Todos de los abandonos, de la compra-venta, de los abusos, de las violaciones.

¿Qué se hará?
¿Qué harán de mí?

Nada.

Pero,

¡Qué haré yo conmigo!

La abolición de la esclavitud no ha sucedido del todo todavía. Sigue habiendo esclavos en nuestros campos, en nuestras fronteras. Sigue habiendo vidas que se tratan como objetos. Sigue habiendo vidas que se tratan como medios de fines. Sigue habiendo sufrimiento a costa de perpetuar capricho y privilegio.

Lo confieso.

Soy cómplice de la masacre, la matanza, la muerte, la sangre.
Lo confieso.
Me autoinculpo.


Aún soy responsable de la muerte de los animales.

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