Tengo la sensación de haberlo escrito ya todo. Tengo ese
incómodo sentimiento, cada vez que empiezo a escribir, de que siempre escribo
lo mismo, de que todos los poemas son el mismo, de que todas las ideas son
idénticas. De que mi vida no vale. De que mi vida no sirve. Ya no alimenta a
las palabras.
Hace mucho que no siento esas compensaciones lingüísticas tras
un mal trago de esta vida que te emborracha aunque siga embotellada, esos
pequeños premios literarios que hacen surgir de ti una sonrisa momentánea.
Y no es por falta de pasión. Yo sigo amando a las palabras. Sí
que he encontrado sus defectos, sus efectos de somnífero latente, sus
consecuencias de irrealidad destructiva: el olvido espontáneo del presente, cuando
menos se te permite y cuando más lo necesitas. No es por falta de amor, no. Cuando
los defectos emergen ante una figura idealizada no se cae de aquella máscara. El
enamoramiento solo se deja hacia un lado cuando ya no apasionan los defectos,
cuando no evocan ningún misterio, ni intención de descifrarlos.
Yo sigo amando a las palabras, y cuando me topo con ellas de
verdad, cuando de verdad me miran a la cara, cuando yo soy tan valiente que
correspondo a su mirada… me retuerzo dentro de mi misma y me oprimen el pecho
con fuerza, con tanta fuerza, que dejo de respirar y ni siquiera me importa. No
es que yo ya no viva, ni que mis dedos sean hielo ni mi pecho escarcha. No es
que ya no sienta nada. Esa respuesta sería muy fácil. Decir, he muerto,
por eso no puedo escribir. No es eso. Porque las palabras vienen a mi
interior con fuerza y me aprisionan, y me apasionan, y siento que me elevan y a
veces me amordazan entre los infiernos, y no me dejan salir, no me dejan ni a
besos, y tengo que nombrarles algo verdadero para librarme de sus garras, de
sus cadenas de pretérito, y tengo que volver al presente, que amo más que el condicional,
pero no tanto como el verso.
Entonces esta pasión me pone en un compromiso tan vasto y
ensordecedor que no puedo más que dejar de mirarme a mí misma. Es una situación
incómoda. Cuando una hoja en blanco te mira, en un silencio de ascensor con el
vecino. Yo no tengo ese problema, porque vivo en un primero, pero sé lo que se
siente. Mi silencio incómodo con las palabras que no brotan es vuestro momento
en ascensor de cada día.
La hoja se me queda mirando fijamente y pone los ojos en
blanco cuando se le acaba la paciencia. Y algo en mi interior me dice venga, escribe, venga, a qué esperas. Y entonces,
de pronto, una barrera. Y ya no es solo el muro que se erige entre yo y mi yo,
entre mi mente y el estorbo, entre mi corazón y estos dientes, entre dedos y entrañas:
es el ego que se empequeñece, es mi amor propio que se destruye y se va rodando
por el suelo sin entender nada. Y nunca lo entiende. Que no salen, que no hay palabras.
No sé qué le pasa.
Tampoco es cuestión de enfrentamiento. Hace muy poco miré
cara a cara a Lorca y sus palabras. Hace apenas dos semanas Bernarda Alba me
quitó la piel a tiras lentamente durante hora y media, me dejó desnuda ante un
escenario repleto de gente, nadie me miraba y todo el mundo me veía, y yo
contemplaba a todo el mundo con emoción contenida, con unos ojos brillantes y
un interior destrozado, un rostro derrotado por cada una de las palabras que en
algún momento brotaron de los dedos de Lorca y que en ese momento se me
insertaban por todas las cicatrices que me había provocado leerlas y
escucharlas. Se colaron entre lo más profundo de mi Ser, me obligó a tragarlas,
a mirarles cara a cara a cada uno de los personajes que en su cabeza creó y que
ese día, a esa hora, se materializaban. Y él, desde su tumba, y él, desde su
fusilamiento, desde esa muerte que le dieron como si fuese un perro abandonado,
me estaba midiendo con su escritura, me estaba probando. Y mi estómago se
encogió en ese momento del dedo meñique, y todo el agua de mi cuerpo se secó
con el sonido del desgarro inconfundible, y todo mi cuerpo se sacudió una y mil
veces escuchando aquellas palabras declamadas escritas desde las entrañas. Y mi
pasión en aquella obra se encendió con la criada y se apagó junto a las luces,
y también murió virgen.
Y aquel día me enfrenté a esas palabras que escribieron los
grandes. Esas que sabes que te van a destrozar, pero aún así buscas y vas, y
pagas porque te aniquilen. Porque en cada muerte de poeta brota como si fuese
una semilla, una nueva creación. Porque de cada palabra absorbida y bebida,
exprimida en su jugo de los POETAS con mayúsculas, de esos que casi no quedan, crece
en esos pequeños poetas como puedo ser yo, una pequeña y tímida idea, nacida de aquel sentimiento de desgarro
absoluto, parida de toda esta pasión que se me come por dentro y me recorre el
cuerpo en un cosquilleo hasta que llega
a la punta de los dedos. Y esta poeta en minúsculas llegó aquel día a su
casa, destrozada y abatida por un sentimiento devastador y placentero,
arrebatador y colosal, que le había barrido por dentro como una ola
espectacular de muchos metros, y la Nada le inundó, y el silencio incómodo se
hizo, y no pudo surgir, ni un pequeño brote de aquella inmensa semilla, y di
por concluido que mi tierra estaba muerta.
Pero he de hacerla resucitar aunque solo sea por poder
enfrentarme al mundo de nuevo, de otra manera, aunque solo sea. Quiero reconstruir
la patria que siempre han sido para mí las palabras, el refugio seguro al que
en esta temporada apenas he acudido. Les he negado la capacidad de hablarme. He
dudado de su efecto curativo. Les he cuestionado todas las capacidades, y he
ignorado todo el efecto que provocan en mi, por miedo, quizá, por miedo: las
mayores contradicciones siempre se llevan a cabo por este miedo tan insólito
que nos da mirarnos al mundo como espejo, pero si nos atreviésemos a mirar, si
realmente tuviésemos la valentía de mirar, nos daríamos cuenta de que la vida
no es más que un espejo hecho añicos, y el miedo no tiene sentido porque de
entrada, y antes de que existamos en ella, ya está hecho el destrozo.
Así que al final advierto que mi queja del enfrentamiento
incómodo con la página en blanco, se está tiñendo de este mar negro que me
posee y ni siquiera lo he notado. Estoy escribiendo. No es un poema de poeta,
pero son palabras combinadas, y ha habido alguna sorpresa literaria, de esas
que provocan la sonrisa momentánea. Y ha habido también esa mano interior que
se retuerce por dentro y cambia todo de sitio, el corazón donde el estómago,
los pies donde el corazón...
Así que ando con las tripas, avanzo con las entrañas, y en
realidad no he escogido ningún hilo, ningún sentido, ningún sendero. No sé si
me siento fuerte, pero el viento sopla a mis espaldas y por eso sigo este camino.
Y Martín Gaite y su siga,
siga siempre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario