sábado, 30 de marzo de 2013

No tengo más refugio que el de la escritura: escribir me saca del infierno


Tengo la sensación de haberlo escrito ya todo. Tengo ese incómodo sentimiento, cada vez que empiezo a escribir, de que siempre escribo lo mismo, de que todos los poemas son el mismo, de que todas las ideas son idénticas. De que mi vida no vale. De que mi vida no sirve. Ya no alimenta a las palabras.

Hace mucho que no siento esas compensaciones lingüísticas tras un mal trago de esta vida que te emborracha aunque siga embotellada, esos pequeños premios literarios que hacen surgir de ti una sonrisa momentánea.

Y no es por falta de pasión. Yo sigo amando a las palabras. Sí que he encontrado sus defectos, sus efectos de somnífero latente, sus consecuencias de irrealidad destructiva: el olvido espontáneo del presente, cuando menos se te permite y cuando más lo necesitas. No es por falta de amor, no. Cuando los defectos emergen ante una figura idealizada no se cae de aquella máscara. El enamoramiento solo se deja hacia un lado cuando ya no apasionan los defectos, cuando no evocan ningún misterio, ni intención de descifrarlos.

Yo sigo amando a las palabras, y cuando me topo con ellas de verdad, cuando de verdad me miran a la cara, cuando yo soy tan valiente que correspondo a su mirada… me retuerzo dentro de mi misma y me oprimen el pecho con fuerza, con tanta fuerza, que dejo de respirar y ni siquiera me importa. No es que yo ya no viva, ni que mis dedos sean hielo ni mi pecho escarcha. No es que ya no sienta nada. Esa respuesta sería muy fácil. Decir, he muerto, por eso no puedo escribir. No es eso. Porque las palabras vienen a mi interior con fuerza y me aprisionan, y me apasionan, y siento que me elevan y a veces me amordazan entre los infiernos, y no me dejan salir, no me dejan ni a besos, y tengo que nombrarles algo verdadero para librarme de sus garras, de sus cadenas de pretérito, y tengo que volver al presente, que amo más que el condicional, pero no tanto como el verso.

Entonces esta pasión me pone en un compromiso tan vasto y ensordecedor que no puedo más que dejar de mirarme a mí misma. Es una situación incómoda. Cuando una hoja en blanco te mira, en un silencio de ascensor con el vecino. Yo no tengo ese problema, porque vivo en un primero, pero sé lo que se siente. Mi silencio incómodo con las palabras que no brotan es vuestro momento en ascensor de cada día.

La hoja se me queda mirando fijamente y pone los ojos en blanco cuando se le acaba la paciencia. Y algo en mi interior me dice venga, escribe, venga, a qué esperas. Y entonces, de pronto, una barrera. Y ya no es solo el muro que se erige entre yo y mi yo, entre mi mente y el estorbo, entre mi corazón y estos dientes, entre dedos y entrañas: es el ego que se empequeñece, es mi amor propio que se destruye y se va rodando por el suelo sin entender nada. Y nunca lo entiende. Que no salen, que no hay palabras.

No sé qué le pasa.

Tampoco es cuestión de enfrentamiento. Hace muy poco miré cara a cara a Lorca y sus palabras. Hace apenas dos semanas Bernarda Alba me quitó la piel a tiras lentamente durante hora y media, me dejó desnuda ante un escenario repleto de gente, nadie me miraba y todo el mundo me veía, y yo contemplaba a todo el mundo con emoción contenida, con unos ojos brillantes y un interior destrozado, un rostro derrotado por cada una de las palabras que en algún momento brotaron de los dedos de Lorca y que en ese momento se me insertaban por todas las cicatrices que me había provocado leerlas y escucharlas. Se colaron entre lo más profundo de mi Ser, me obligó a tragarlas, a mirarles cara a cara a cada uno de los personajes que en su cabeza creó y que ese día, a esa hora, se materializaban. Y él, desde su tumba, y él, desde su fusilamiento, desde esa muerte que le dieron como si fuese un perro abandonado, me estaba midiendo con su escritura, me estaba probando. Y mi estómago se encogió en ese momento del dedo meñique, y todo el agua de mi cuerpo se secó con el sonido del desgarro inconfundible, y todo mi cuerpo se sacudió una y mil veces escuchando aquellas palabras declamadas escritas desde las entrañas. Y mi pasión en aquella obra se encendió con la criada y se apagó junto a las luces, y también murió virgen.

Y aquel día me enfrenté a esas palabras que escribieron los grandes. Esas que sabes que te van a destrozar, pero aún así buscas y vas, y pagas porque te aniquilen. Porque en cada muerte de poeta brota como si fuese una semilla, una nueva creación. Porque de cada palabra absorbida y bebida, exprimida en su jugo de los POETAS con mayúsculas, de esos que casi no quedan, crece en esos pequeños poetas como puedo ser yo, una pequeña y tímida idea,  nacida de aquel sentimiento de desgarro absoluto, parida de toda esta pasión que se me come por dentro y me recorre el cuerpo en un cosquilleo hasta que llega  a la punta de los dedos. Y esta poeta en minúsculas llegó aquel día a su casa, destrozada y abatida por un sentimiento devastador y placentero, arrebatador y colosal, que le había barrido por dentro como una ola espectacular de muchos metros, y la Nada le inundó, y el silencio incómodo se hizo, y no pudo surgir, ni un pequeño brote de aquella inmensa semilla, y di por concluido que mi tierra estaba muerta.

Pero he de hacerla resucitar aunque solo sea por poder enfrentarme al mundo de nuevo, de otra manera, aunque solo sea. Quiero reconstruir la patria que siempre han sido para mí las palabras, el refugio seguro al que en esta temporada apenas he acudido. Les he negado la capacidad de hablarme. He dudado de su efecto curativo. Les he cuestionado todas las capacidades, y he ignorado todo el efecto que provocan en mi, por miedo, quizá, por miedo: las mayores contradicciones siempre se llevan a cabo por este miedo tan insólito que nos da mirarnos al mundo como espejo, pero si nos atreviésemos a mirar, si realmente tuviésemos la valentía de mirar, nos daríamos cuenta de que la vida no es más que un espejo hecho añicos, y el miedo no tiene sentido porque de entrada, y antes de que existamos en ella, ya está hecho el destrozo.

Así que al final advierto que mi queja del enfrentamiento incómodo con la página en blanco, se está tiñendo de este mar negro que me posee y ni siquiera lo he notado. Estoy escribiendo. No es un poema de poeta, pero son palabras combinadas, y ha habido alguna sorpresa literaria, de esas que provocan la sonrisa momentánea. Y ha habido también esa mano interior que se retuerce por dentro y cambia todo de sitio, el corazón donde el estómago, los pies donde el corazón...

Así que ando con las tripas, avanzo con las entrañas, y en realidad no he escogido ningún hilo, ningún sentido, ningún sendero. No sé si me siento fuerte, pero el viento sopla a mis espaldas y por eso sigo este camino. 

Y Martín Gaite y su siga, siga siempre.

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