domingo, 17 de julio de 2011

Dulces noches negras

El agitar
enfurecido
del viento al encinar
anunciaba ya
la tormenta
inmensa
que habría de llegar,
como el abismo
en el que tú,
más yo,
en el que tú y yo
nos habíamos perdido.

Hacía frío,
y los cuerpos se buscaron,
y las manos se juntaron,
y los labios,
nuestros labios
esperaron.

Y el viento agitaba ya
el ciprés que nos miraba,
longo, álgido y tranquilo,
contemplando el recorrido
de mis ojos por tu rostro,
de tu rostro por el infinito.
Abstraído
tu aliento
queriendo volar, huir,
ansiando escapar, huir,
de ese momento incierto,
lunático, expuesto
al movimiento
que habría yo de producir.

Y empezó a llover,
y las gotas frías,
frías gotas retorcidas,
todas mías,
en su caminar
antes de estrellar,
de estallarse contra el suelo,
recorrieron el espacio
que quedaba entre las dos
y sonó un beso.

Sonido de dos labios chocando
entre aquella inmensidad,
ahogaron
el agitar del viento,
el llorar de la nube,
el cortar de aliento,
el gruñido del trueno,
y ni el rayo,
ni el cielo,
ni el tiempo
brillaron más
que ese beso.

Reencuentro en tu mirar,
fin del desconsuelo al respirar.

La tormenta siguió
el vaivén de las nubes negras
como los labios
el volver del amor a tientas.

Dulces noches negras.

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