La tarde antes provista de nueva vida iba decayendo ya entre los viejos y arrastrados edificios, dejando tras de sí una estela en el cielo, un color rosa intenso, que se mezclaba y confundía con un azul pálido y una oscuridad que se adueñaba del cielo abierto.
Las luces de los tristes edificios se iban encendiendo, y en los cristales se adivinaban los destellos de las imágenes televisivas cambiando de forma constante.
Dos figuras en un balcón contemplaban la ciudad anocheciendo, las calles mudando de color, los paseantes refugiándose en sus casas, los habitantes de los edificios vecinos comenzando la rutina de principio de septiembre. Se había ido el verano, se había ido como la luz de aquella tarde, como el azul de aquel cielo de miércoles, como el gato del vecino en la ventana, como el chico del primer piso regando las plantas. Se había ido el verano como una exhalación, como un bostezo repentino a media tarde, como el abrir de ojos en la madrugada por un desvelo inexplicable.
Ante aquella calma imperturbable de finales de tarde, esas dos siluetas en la noche contemplaron todo lo que nunca se torna inacabable. Observaron las situaciones en sí, su lado más finito, su aliento fino que se va, las horas que pasan, un globo que escapa y se vuela. Lo que no vuelve. Lo que cambia. Todo cambia. Devenir constante. Allí, ante los ojos de esa gran ciudad.
El tiempo detenido a cada instante dejaba percibir una música a esos cuatro oídos, una melodía que nadie más escuchaba, pero que acompañaba aquella imagen solitaria. Retumbaba en aquel atardecer La vie en rose, y esa voz oscura de Louis Armstrong anochecía un poco más el día. Su inconfundible sonido limpio de trompeta resquebrajaba el cielo rosa, tan rosa como la vida que describía aquella melodía. Y qué pronto acabó, qué pronto, aquellas notas deslizándose en la nada, perdiéndose entre todas las ventanas de las casas incendiadas. Se veía, a lo lejos, las torres de la Basílica, y a la izquierda, más, todavía más, los arcos de la estación. La estación donde la había visto por última vez, la estación de despedidas tristes, de esperas largas, de instantes pasados que no vuelven. Qué pronto se había ido el verano, tan pronto como se había marchado ella de sus brazos. Y ahora la tarde caía, y no podía remediarlo.
El cielo oscureció por fin del todo, poco a poco, y aquella canción volvió a sonar. También oscurecía en Alemania ya.
En Alemania no había esas vistas, de edificios tristes con medios tejados, ni antenas que parecen pingüinos, ni gatos solitarios arriesgando una de sus vidas en el alféizar de la ventana. Tampoco había en Alemania esa figura que en la barandilla se posaba, dirigiendo su pensamiento lejos, muy lejos de aquellas casas, despreocupándose por un momento de las vidas que las habitaban. Porque si esta estuviese allí en el norte, contemplando un cielo encapotado, en vez de un desierto techo con nubes disgregadas, blancas, como las casas, esa canción no sonaría, ni estas palabras se escribirían, ni esas lágrimas caerían, porque la mente dirigida al centro del momento no estaría lejos de ese encuentro, sino allí, al lado, del brazo de a la que pertenecían todos sus pensamientos.
La luz moría del todo entre aquellos polvorientos edificios, y ella no estaba para seguir su recorrido.
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Qué forma mas bonita para expresar tan tierna añoranza. Hace mil que no me paso por tu blog. "Veeeeeaaaamoooss" (digo con tu voz) lo que has estado cosechando. :)
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