lunes, 12 de septiembre de 2011

Me dedico a la autodestrucción

Hay un espacio vacío ocupando el centro de una habitación oscura. La muerte está apoyada en algo que no se ve. La niña está sentada y canta una canción sin letra allí en sus pies. La muerte la mira pasiva. La niña tiene en sus brazos un oso que los mira.

-¿No tienes miedo?- Le dice la muerte a la niña

La niña cesa su flamante melodía, sube la cabeza para contemplar a la muerte de forma directa.

-No
-¿Por qué no?
-Me dedico a la autodestrucción.

Y la niña sigue cantando, bajando la vista, contemplando sus manos. El oso escucha con la mirada perdida. La muerte fuma.
Aquella inquebrantable nada se posa en ellos, como motas de polvo que han volado por el espacio y se vienen a posar en un mueble antiguo olvidado. Descansan ahora en el hombro de la niña, en la cara de la muerte, en la oreja del oso.
Ha transcurrido mucho tiempo y no lo ha hecho. Han pasado los años pero no los minutos. Y la visión global no deja entrever los detalles. Y el resultado no se entiende.
El oso bosteza. La muerte tose. Un poco más de inquebrantable nada se adentra.

-¿Por qué?- Pregunta la muerte a la niña siguiendo la conversación, continuando la plática como si el espacio de silencio no la hubiese enmudecido nunca. Como si no hubiese distancia ni tiempo en medio.

-No lo sé. ¿Por qué no?

La melodía de la niña se ve interrumpida por la conversación, que vuelve a retomar después de dicha. Hace de repente demasiado calor. Y luego frío. Y luego calor. Y luego nada. Siempre nada.
¿Cuánto van a comprender al fin las palabras?
Un hecho insólito ocurre de repente, punto de inflexión, sorpresa inerme. La niña habla por vez primera sin que le pregunte la muerte.

-Tal y como yo lo veo, todos hemos de morir. Algo ha de destruirte. Destruyéndote a ti mismo sacas algo bueno de ti. Que te destruyan es distinto. Es como cuando llueve, como el agua que cae al agua. Innecesario. Es necesario autodestruirse, para morir, para morir. Para quitarte el privilegio de saber a ti. Tú no sabes cuándo voy a morir.

El oso mira a la muerte

-No
-Por eso podemos hablar. Yo me destruyo a mi misma. Es mi oficio. Soy dueña de seis años en los que me he dedicado a ello de forma exclusiva.

El oso asiente.

-¿Cuál es tu fin?
-No tengo fin. En lo que ya he destruido no puedo construir nada, de lo que queda por destruir no quedará nada. Al final no quedaré, no quedará nada de mí, ni las cenizas, ni el rastro de una existencia que fue, porque lo que importa es que ya no es porque ha elegido no ser. Quizá la destrucción sea una forma de creación, pero la autodestrucción no. No se puede volver al origen si no existe.

La niña le arranca una oreja al oso, y él le mira. Bosteza. Le arranca la otra. La gomaespuma de su adentro se dispersa entre la nada como volutas del bostezo alentado de desaliento.

-Ahora ya no oye- dice la muerte
-Pero lee nuestros labios.Porque yo lo he destruido, e intenta obviarlo, trata de reponer la falta de lo que le he quitado.

La niña se arranca una oreja. Tararea. Se arranca la otra. La sangre de su adentro se desliza por la nada como plumas de su melodía compuestas al vuelo. Sus ojos se cierran.

-No te oigo porque me he quitado las orejas, sino porque cierro los ojos. La destrucción es el intento de recomposición, la esperanza de una vuelta, la ilusión de un progreso que lleve al origen, de un retroceso que habrá de llegar. La autodestrucción es el hastío, la aceptación de un final que apresuras a llegar, el ansia de la nada, las ganas del vacío, la finitud del tiempo, el intento de lo obsoleto del camino, la obviedad del amor a lo desconocido.

La niña se despoja del oso, que intenta recomponer sus orejas y se las empieza a coser. La niña se pone de pie, al tiempo que continua su melodía sin letra y pisa sus orejas, esparciendo su sangre en la nada que le rodea. La niña está ya enfrente de la muerte que le mira. Saca un reloj de arena. Ninguna figura en él de ella. La niña le lee los labios de hueso que dicen:

-¿No tienes miedo?
-No
-¿Por qué no?
-Me dedico a la autodestrucción.

La muerte se limpia el polvo de la cara. El oso, cosidas ya sus dos orejas, se come las orejas de la niña que se sienta. La sangre le corre por las manos como mermelada de fresa.

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