martes, 20 de septiembre de 2011

De la inocencia

Miro las caras nuevas, los ojos no brillantes de sabiduría, sino relucientes de ignorancia, los gestos torpes, improvisados, los pasos de duda, las sonrisas todavía no veladas, las ganas aún no obviadas… la inocencia. La inocencia vuestra que habéis traído no puede sino evaporarse con el tiempo, sumergirse entre los días que vendrán, sumarse a los recuerdos. La inocencia la perderéis, como muchas otras cosas, como la calma, el sosiego, la confianza y la esperanza, como la vida misma, la perderéis. He aquí el mayor don y el mayor castigo de la filosofía.
Partiendo de una inocencia clara y distinta para todos los que cruzan esa puerta, puede definirse la inocencia como ilusión por grandes términos como la vida o el amor en abstracto, o elementos precisos como una sonrisa o un viaje, mundano, cotidiano, concreto, inmanente. También hay inocencia e ilusión en lo inmanente. Perdón. Sobre todo hay inocencia e ilusión en lo inmanente.

Pero la inocencia se irá, se irá como se fue la nuestra, mejor dicho, como se fue la de aquellos que cruzaron conmigo esta puerta, porque yo la inocencia no la traía, no la tenía. Nunca quizá, he sentido la inocencia, el sabor de la ilusión de las cosas sencillas no lo había yo probado, o hacía que no lo probaba desde tiempos remotos, tiempos inmemoriales, si es acaso que hay tiempos así dentro de mi corta existencia.

En cualquier caso, está claro, la inocencia se va entre estas paredes, la inocencia se acaba donde empieza la filosofía.

Por eso aquel sediento de inocencia, y aquel que, como proeza, la conserva, corre y se apresura y perderá el aliento incluso por acercarse a ella, por sentirse en ella, por conocer a personas que todavía la conservan. Ah, durará poco, qué poco durará aquí la inocencia. E incluso, los que se acerquen con esperanza de recuperarla, corromperán aquella escasa.

Entonces es preciso contemplar qué hay detrás de esa inocencia contingente, contingente pero necesaria, he aquí la paradoja, ¿realmente necesaria? Sí, realmente necesaria.
Detrás de la inocencia hay dos caminos dentro de todo el orden de posibilidades. Tras la inocencia aguarda o bien un acercamiento a la realidad, o bien el vacío, el absoluto vacío. Me gusta pensar que pocos de los que pierden la inocencia al cruzar esta puerta sienten un vacío inescrutable, y se aferran a aquella dosis de realidad que más se haya adecuado con su propia subjetividad. Eso si su subjetividad no ha sido construida mediante esa dosis de realidad, en cuyo caso la elección es nula, todo impuesto, constituido en ellos mismos. Pero me gusta pensar también que las personas que cruzan esta puerta ofrecen resistencia a la construcción de subjetividades. Quién sabe. Quizá les juzgo valientes cuando solo son cobardes.

Ante mi inexistente inocencia yo encontré vacío, un vacío inescrutable, imperturbable, incomprensible, helado, frío, marchito, nada, nada, vacío. Y en el vacío vagué, y en la nada me acostumbré a ver, e intenté ser, intenté ser, hasta que descubrí que la única posibilidad de ser en el vacío es no ser, la única forma de sobrevivir es autodestruirse, devorarse a sí mismo, porque nada hay que te devore, nada hay a quien devorar, autodestrucción, inmolación constante, no ser, no ser nunca, no llegar a ser. Y entre los escombros se aprende a respirar, a sobrevivir, que ya es mucho, sin tratar de vivir de veras. Porque eso es lo que hace posible la inocencia, ¡la vida! Nada más que vivir posibilita, con la ilusión que ahora esos ojos todavía desprenden y sé que se apagará muy pronto.
Curiosa la pérdida de la inocencia. Mis ojos tiempo ha que dejaron atrás esos destellos de ilusión insoportable para quien los mira sin tenerlos en los suyos propios.
Pero entonces, al atravesar aquella puerta, no mi inocencia, que ya había perdido, sino mi vacío fue el que dejé atrás, el que abandoné, o que me abandonó, o que no pudo seguirme, o que quedó anclado a mitad de camino. Tal vez, tal vez, aquella entrada a estas paredes fue como adentrarme en un templo en el que el vacío tiene el acceso restringido, denegado, prohibido. Tal vez no hay sitio entre la filosofía para el vacío.
Y ahí, sin inocencia ni vacío ya, empezó a hacerme guiños el trazo de realidad, el otro camino posible cuando la inocencia se marcha lejos.
Así comprendí que mi camino era distinto que el resto, pero desembocaba al fin en un resultado unificado, y ése era el primer contacto con la realidad, con el mundo al que estábamos arrojados de forma irremediable, del que habíamos tratado de escapar, ellos con la inocencia, yo con el vacío.

Sin embargo tras este contacto con el mundo ante el que nos han arrojado aparece, aun a riesgo de parecer sartreano, la angustia. La dosis de realidad en verdad mata, aquel contacto que solo proporciona el cruce de esta puerta quita, desgarra, desolla, mutila, convirtiendo en algo cadavérico la ilusión, la paz, la esperanza, la alegría… la inocencia, las cosas más sencillas de la vida, las contingentes pero necesarias. ¿Realmente necesarias? Sí, realmente necesarias.
Necesarias para no sentir el peso de la vida y del mundo.

No sentirlo sería tal vez huir. Pero sentirlo es a veces tan insoportable que no tiene sentido sentirlo y no avanzar, la superación de la que muchos hablan se torna en ocasiones casi inaccesible y hace falta la inocencia, y hace falta la ilusión, aunque esto implique un rasgo de traición, de alienación incluso, de mentira, de artificio, es necesaria la inocencia para poder vivir el día a día. Sí, el día a día. Porque el vivir en abstracto se torna sencillo, reducimos tal vez el vivir al respirar, y el respirar es asombrosamente sencillo, y lo probamos, y así inspiramos, y después exhalamos… y otra vez. Pero el vivir en el día a día nos demuestra que respirar no es tan sencillo, y escuece, y duele, porque el aire entra de lleno a las heridas que nos hemos ido haciendo, y los pies pesan al andar, y sentimos calor, y después frío, y sentimos amor, y después odio, y pensamos a favor, y luego en contra, y corremos y nos agotamos y nos detenemos. Y el vivir día a día es casi morir.

Es necesaria por tanto la inocencia, que nos lleva, que no pesa, para que el vivir día a día pueda ser un efectivo vivir. Entonces habrá traición en nosotros mismos. Es fácil pensar esto. Sin embargo, solo habrá traición para los que no hayan cruzado esta puerta, los que no hayan tocado, vislumbrado el mundo al que se nos ha arrojado, sino que hayan vivido de forma constante en la inocencia, en la mentira y en la irrealidad. Quien haya cruzado esta puerta, quien haya visto su inocencia escurrirse entre los dedos, quien haya rozado guiños de realidad, podrá entender lo difícil que se le hace respirar, y será legítimo en él buscar una forma de evadirse, buscar un medio de cubrirse, de protegerse de esta misma realidad, sin ignorarla, sin obviarla. Quien haya visto el fondo de las cosas, el grado de profundidad suficiente, el lado poético de las situaciones tendrá derecho a refugiarse en la inocencia.
Lo difícil es, lo casi imposible es, encontrarla una vez perdida, adoptarla una vez asumida la realidad que se presenta como piedra helada de la que no puedes deshacerte ya. Lo legítimo no es tirar la piedra al río y olvidarla, es, de hecho, imposible. Lo legítimo es guardarla en el bolsillo y durante un tiempo no mirarla.
La piedra sin embargo sigue allí pesando, como recuerdo de lo que has descubierto y de lo que no habrás de librarte nunca.

Cómo refugiarse en la ignorancia perdida, cómo guardar la piedra en el bolsillo, es algo que no sé determinar como regla sistemática, y me limito a decir, simplemente, que mi inocencia es ella, que mi ilusión es ella, que quien guarda la piedra en mi bolsillo es ella, solo es ella, quien me convence de que para respirar solo hay que inspirar y que exhalar el aire que me presta.

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