Los trazados de la carretera se disuelven junto a este estado de espera indescriptible. Que no vuelve. Y no vuelve. A la derecha el monte que cambia de color constante, cada día, pinceladas de acuarela bajo una lluvia que no cesa, emborronan las pisadas del suelo, las laderas de la montaña, las personas extraviadas, encontradas, muertas, luego, sin encontrarse a ellas mismas en el camino que perdieron.
Se perdieron los trazados de las carreteras a cada paso, y ahora nada, y ahora nada, el pasado ya no existe, se han borrado las pisadas. Pero el presente se desdibuja también, se emborrona ante estos ojos que ya lloran, ya caen las gotas. ¿Y ahora qué? No me encuentro, no me encuentro. ¿Y ahora dónde estoy ahora? ¿Y luego dónde estoy nunca?
Las luces rojas se amontonan en las córneas, y reciben estímulos extraños que actúan en los brazos, que quieren abarcar el ancho mundo nunca antes inventado. Pero la nada, solo la nada aferran con tanta fuerza que sangran.
Este viaje hacia otra alma me resulta tan cargante, tan pesado, tan extenuante, tan agotado. Hacía mucho tiempo que no me quemaba tanto esta sensación, hacía demasiado que no me helaba así el silencio. El lenguaje se disgrega y descompone ante la muerte. Y ya no hay nada. Solo silencio en los balcones. Quizá ni eso.
Ya se aleja la montaña por la ventanilla de este coche, y aun giro la cabeza, en un intento de retenerlo en mi memoria. Pero ella existe y mi recuerdo solo es recuerdo emborronado, ya olvidado. Existe la montaña del pasado, que ha quedado rota entre los ramalazos del viento extinto en su falda, en sus laderas, en sus recovecos, sus trazados.
Los trazados… los trazados… los trazos de la vida y las preguntas nunca resueltas me acompañarán siempre, siempre, y no me dejarán dormir. Y la muerte acechará por esta ventana que ya desaparece. Que venga ya. Que venga la muerte.
Y la muerte que ya viene aquí a morir.
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