Antes no había vacío, todo estaba lleno de nada, todo el universo giraba en torno a nada. Después la Tierra ocupó esa nada, y el vacío todavía no existía. El vacío empezó a existir cuando existieron las miradas.
Las miradas miraban, miraban las cosas, miraban las almas, las personas, miraban las miradas. Y cada mirada era distinta, y cada mirada transmitía, o no transmitía, y empezó a forjarse un vacío entre ellas, y a veces, después frecuentemente, en las miradas mismas.
Y como el vacío se fijó en algunas miradas, al mirar esas miradas se caía en el vacío. Algunas miradas se volvieron esquivas, pasaban por alto esas miradas, e incluso las cosas, por temor, por miedo a mirar el vacío, a descender hacia su centro.
Las miradas empezaron a pasar inadvertidas, apenas se posaban largo tiempo en un sitio concreto, sino que se deslizaban de puntillas, sin hacer ruido, con los pies descalzos, de un objeto a otro, de una mirada a un objeto, de dos objetos a ellas mismas. Y ni siquiera a ellas mismas se miraban de verdad. Por eso empezaron a desconocer a las otras miradas, y al mundo que les rodeaba, y a sí mismas. Las miradas no se recordaban, porque no se atrevían a mirar, a mirarse, a nadie.
Y el vacío cada vez se hacía más y más grande. Y el mundo iba quedándose ciego lentamente.
Había miradas, sin embargo, que se atrevían a mirar, que corrían el riesgo de caer en ese vacío que se iba ensanchando, que se iba extendiendo y que lo ocupaba todo. Muchas eran las veces que esas miradas habían caído en el vacío por arriesgarse a mirar, pero lograban salir de él, y seguían su mirar. Ah, y esas miradas sí, ésas se conocían a sí mismas, tanto, que se permitían el cerrar los ojos y seguir mirando. Las demás miradas, al cerrar los ojos, no podían más que estar soñando.
El vacío era tan denso y vasto que las miradas que miraban caían de forma constante en su centro, y empezaron a contener en sus cuencas lágrimas. Eso no las detenía, porque seguían mirando de verdad las cosas, las miradas y la vida. De tanto sucumbir en el vacío empezaron a mirarlo ya sin temor, ya sin escrúpulo, y lo contemplaron con tiempo detenido. Entonces las miradas que miraban se enjugaron las lágrimas y hallaron algo hermoso dentro del vacío, algo indescriptible. Habían llegado a contemplar el fondo de las cosas, el lado más profundo de las situaciones, los recovecos de la vida, los huecos de las manos, los rincones de los ojos, los secretos de los labios y las lecturas de los sentimientos, los más dulces y los más amargos.
Al regresar a la superficie descubrieron que el mundo estaba ciego y vacío. Y las miradas que miraban no volverían a mirar sin verlo todo.
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