Toda la noche me vienen devastados los confines más remotos del amor. Toda la noche se deshace en un amargo vino azulado las paredes de mi mente pulverizada. La noche está sedienta. La ausente vuelve a deslizarse por las amapolas tibias que se crecen lentamente en la garganta. Volver a desmontar el acueducto seco, desvaído, que ya no lleva más líquido solidificado hasta la cumbre. Toda la noche me llaman. Toda la noche. Hay muchas palabras. Que callen, o que me ahoguen. Pero que no se vuelvan hacia sí los ojos amarillo-papeles que se concentran en espirales breves en un pecho destrozado por el tiempo. No conocer lo desconocido. Más ideas volando alrededor de un suelo yermo donde no crece nada más que este muro hecho de agua. No hay caricias en el no lugar abandonado de los rostros inocentes. La muerte se come el terreno. La hiedra me crece dentro, me envuelve el corazón una maleza reseca que se retuerce y me retuerce este órgano palpitante que se está volviendo verde, lo ahoga esta madreselva. Desprenderme de los lirios que me crecen en los dientes como arenas movedizas. Pero no dejo de moverme. Y las palabras me acechan desde los rincones de lo oscuro. Volver a mis orígenes. Retornar al útero materno. Pero mi casa, pero mi domicilio particular compartido aunque con habitaciones individuales va a cesar de existir por no inmolarse dentro. No poder volver jamás de donde se partió, como se partió, no volver jamás a no tener dientes. Pero todavía queda un pelo rubio en mi cabeza devastada.
El silencio me habla con una carcajada desgarradora, me señala el hueco, el vacío irremediable que permanece a mi lado. La soledad de la ausente. Antes siempre llena de nada. Cómo terminar la batalla al lado de los mismos rostros con que la empecé. Si se han dado muchas bajas. No he mirado atrás. No he contemplado las pérdidas. La muerte me ha salpicado la ropa. El hedor a sangre no se irá jamás de entre mi boca. Pero no he mirado atrás. No me he agachado para alargar alientos. No me he detenido a taponar heridas incurables. El enemigo seguía avanzando. Es supervivencia.
Toda la noche se traza en la noche. Los cuerpos poéticos hacen el amor, se rozan como cortando metáforas. Ponen en blanco las rimas.
Pero apareces tú, el lugar del amor, arrancando mi noche en la noche, cosiendo el tejido quemado de la blancura desierta, rehaciendo el muro de agua, ahora ya hay entre la batalla y yo una fortaleza, una defensa, una trinchera. Y tu dulce olor, ese olor que quiero describir hace ya tiempo, el que huele a una tarde de calor, a una conversación agitada que te crece por dentro, a un árbol antiguo y sólido, a un rostro respetable, a un derecho legítimo. Ese, tu olor, ese olor tuyo va quitando el hedor a sangre de mi boca, donde planta la semilla de un beso, donde crecen las hojas que alborotan mi pelo. Mi pelo que empieza a ser rubio. Y ya no hay útero materno, y ya no hay origen ni camino para desandarlo, porque aparece un nuevo lugar, una nueva casa, un nuevo hogar que eres tú. El sitio seguro de la creación poética de madrugada: tus brazos cogiéndome el sueño por los hombros. Tu voz salvadora que me despierta cuando me he dormido en mí misma, cuando no sé salir de mi laberinto de locura de letras.
Me obligas a cerrar los ojos. Te estaría siempre buscando, mi eterno lugar del amor.
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