Entra el calor por la ventana como los cuadros sombreados que se cuelan en las paredes de invierno. Soy mitad león, pero también un monstruo con muchas cabezas. Muchas ideas. Muchas palabras. Muchas. Muchos ojos en cada rostro de todos los que son míos. Todos tuyos. El batir de alas acompasado se cuela entre tus cristales, pero tú no estás en tu habitación, solo el olor que se queda de ti, de las horas mordiéndonos los dientes. Pareces un muro que se abisma en la calma. Pareces una rosa pulverizada. Sin espinas. Te pareces a alguien. No sé a quién. Te pareces a algo, a algo así como empezar a ajarse la ropa con las uñas justo antes de devastar con fuerza lo que ya no queda. Como repasar labios con lenguas.
Las contorsiones del rostro ante el espejo se van volviendo exageradas. Y esa mitad de león mía me va devorando. Ahora rugir entre la calma de ti, entre la paz que tú provocas. Rugir dulcemente al calor de mayo que ya sube, como anuncio inevitable del tiempo impaciente que viene. Mirar las manos mientras te rozo, mientras te escribo palabras, y ver algo alrededor de mi muñeca. La que desemboca en mis dedos, no la de ojos de botones y sonrisa de trapo. Pelo de lana. Vestido con manchas.
Devolver al instante vacío lo vacío. Voy perdiendo toda razón, todo motivo, toda resistencia de mis párpados. Ahora mis ojos en tus ojos como si nunca hubiesen ocultado nada. Como si no hubiesen mentido. Y me ves, reducida a mí misma. Desnuda sobre la verdad sin manta. Quizá te haga un poco de frío.
Pero no he de volver jamás a las máscaras de cera que dan calor y se acaban quemando hasta derretirse. Soy yo.
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