Creo que mi cabeza ya no puede más.
Creo que se ha puesto una barrera, un límite invisible que no me deja avanzar, ni leer una palabra más que no caiga en el vacío de mi mente, en ese lugar al que llegan las cosas que no me interesan, que no me importan, que acabarán por olvidarse segundos después de haber entrado en él.
Creo que mi memoria no está dispuesta a retener ni una frase más: ni siquiera la fotográfica, ni siquiera una flecha uniendo dos conceptos vitales que a mí me importan una mierda.
Creo que llevo demasiado tiempo siendo una máquina, una autómata que se levanta para sentarse, que se vuelve a levantar para volver a acostarse.
Encerrada como ha estado mi mente entre estas paredes que forman los papeles y las montañas de nombres, por fin ha decidido que no puede más. Que no aguanta más. Que no retendrá un concepto más sin volverse loca. Sin perder el sentido. Sin olvidarse de quién es.
El estudio y la cultura... las letras... el amor a la sabiduría... todo lo que yo amo, la bandera que ondeo orgullosa y deseo para mí toda la vida, todo queda reducido a nada dentro de la Institución-Educación.
El saber es un manto alienante. El estudio es un mes continuo de extrañamiento del sujeto, cuando no lo es todo el cuatrimestre, todo el año... toda la vida.
La herramienta que más nos sirve, el arma que más podríamos utilizar para enfrentarnos a la vida, para batallar contra esa vida que nos ofrecen y no queremos, para luchar por esa vida que anhelamos, es absoluta e insultantemente reducida a una simple máquina de adiestramiento, a un programa de opresión estremecedor.
La sabiduría, que debería ser, por encima de todo, la facultad que más puede hacernos libres, se ha convertido dentro de la lógica de este mundo en uno de los sistemas más empobrecedores. La han convertido en jaula. La han convertido en cárcel.
Yo estoy agarrando mis barrotes, que no son más que una montaña de apuntes y las horas que quedan y se van reduciendo para esa convocatoria en la que me hacen enfrentarme con un papel a solas.
Ésas son mis cadenas. Ésas mis penas de muerte.
Así de ridícula es la vida, hoy, del estudiante.
La Institución-Educación ha entrado hace ya mucho en el racionalismo, en la lógica del capitalismo y del mercado.
Tenemos que vendernos lo mejor que podemos. Pero sobre todo, vender lo que el consumidor quiere comprar.
Y, por supuesto, con una vocación hacia ello casi religiosa, con una entrega absoluta, con una condena de tiempo, mente, vida y agotamiento. Idéntica a la vocación que el capitalismo exige al trabajador con su trabajo.
Pero todavía, si es posible, hay algo mucho peor.
La tecnificación del proceso productivo ha llegado, hace ya mucho, a la Educación, y afecta a la sabiduría. La especificidad a la que se nos obliga, en nuestro trabajo y en nuestras vidas, nos reduce de forma inevitable a maquinaria, cada vez más pesada, sustituible.
El trabajo continuado y repetido, la acción específica y concreta, que entra en un bucle que parece no tener fin, día tras día, nos convierte en objetos automáticos que no se cuestionan ni el por qué de sus actos.
Hay que reconocerlo, por mucho que duela, y a mí en concreto me duele muchísimo, me duele como si me echaran fuego encima, me sacude como la rabia misma, me envenena como beber aire caliente cuando lo único que tienes es muchísima sed... me hace sufrir hasta llorar sangre:
el saber y la cultura, hoy, nos embrutece
dentro de la Institución-Educación
nos embrutece
nos aliena y se produce el mismo extrañamiento del sujeto que provoca el capitalismo y la tecnificación del proceso productivo.
Nos desalienta y nos despoja de nuestras primeras metas. Nos disuade del motivo por el que aspirábamos a llegar a donde estamos, las razones por las que tomábamos ese tan Precioso Camino como es el de la Filo-sofía: en su sentido más etimológico.
Nos conduce inexorablemente hacia donde la Institución quiere, hacia donde necesita tenernos.
Hay que asumirlo ya, de entrada, hay que comprenderlo, cuanto antes mejor:
escoger el camino de la sabiduría no nos hará libres, porque el saber se halla dentro de la Institución, y la Institución invierte sus fuerzas en colocarnos en el punto de mira, a veces con un camino más amable, pero siempre todos los senderos desembocan en el mismo mar de la opresión: es un océano seco. Es un desierto.
La educación universitaria no es, en ningún caso, una escuela donde adquirir conocimientos, ni siquiera es, como todos asumimos, una preparación para el mundo laboral en cuanto a competencias y contenidos. No. Es mucho más que eso, y mucho peor.
Es el Mecanismo para convertir a mentes libres en máquinas: insertarlas en la lógica del trabajo.
Y el trabajo, hoy, es siempre alienante.
Aunque el ámbito en el que trabajes coincida con tu mayor pasión.
El trabajo, hoy, es siempre alienante:
Porque es necesario para continuar viviendo. Porque dependemos de él.
Dependemos de esta Institución y del programa inserto en ella basado en una conversión a maquinaria autómata de las mentes y los pensamientos: en la muerte de la imaginación y la creatividad. Del juicio crítico. Del criterio libre.
Toda esta muerte de aquellas facultades que nos hacen más libres se gestan dentro de la única Casa donde, todavía en apariencia, se potencian. Pero todo es un velo. Todo es una mentira.
En realidad en la Educación nos están des-Educando en libertad para enseñarnos a obedecer, para habituarnos a la racionalidad del capitalismo, al trabajo alienante... para que olvidemos pensar por uno mismo, y directamente, para que olvidemos pensar.
He resucitado de este mes de enajenamiento. He levantado mi cabeza de los apuntes para pararme a pensar. He comprendido lo absurdo de esta angustia por tratar de conseguir un número: la aprobación de los ojos que me lean, la aceptación de mis palabras.
¿Desde cuándo he permitido que alguien evaluase las palabras que yo he escrito?
Me he despertado de este sueño aletargado, provocado por una víspera de un examen: en blanco. Y he comprendido que no puedo más. Que mi cabeza no puede más.
Que mi verdadero amor a la filosofía me impide aguantar por más tiempo esta violación incesante a su sentido más absoluto y primigenio. Que yo quiero tomarla por bandera, no con cafeína y agobio. Que yo quiero dedicarle a ella mi vida entera: no una noche de tensión despierta.
Que no quiero lucir mi Título de Filosofía dentro de la Institución como una puerta abierta que le permita tratarme como una máquina, suprimir mi ideología, arrebatarme lo que me apasiona, lo que más quiero: la sabiduría.
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