“Sonrío absorta a la línea incierta del horizonte que el sol
va a teñir de fuego cuando se hunda en el mar dentro de un poco”
Nubosidad variable.
Levanto la vista de un libro que me ha robado el alma, la
sonrisa y la tarde. Contemplo la luz caída del sol en un cielo que se va
despejando. Las nubes se disuelven como el título que encabeza las páginas que
sostengo entre las manos. Las últimas palabras que he leído resuenan todavía en
mi memoria y en mis oídos. Pienso en ellas, y pienso en ti. Pienso en el mar
que describen y en el que estás contemplando. En el atardecer que se aproxima
en las palabras y el que se oculta tras las casas del edificio de enfrente,
hecho con espejos. Contemplo mi reflejo en una ventana habitada por
desconocidos. Pienso en ti, y en el mar y en la playa y en ti. En ti frente al
horizonte que arderá en cualquier momento. Que contemplarás arder, tal y como
me has contemplado arder muchas veces entre tus brazos, sobre tus dedos. Te
echo de menos. La luz va muriendo poco a poco. Ya solo se cuela un tímido halo
por el cristal, y el amplio salón que me contiene queda ensombrecido, más, y
más, y más, como la trayectoria pictórica de Goya: cuando contemples el sol
ahogándose en el agua mi salón habrá quedado igual que sus pinturas negras. Y
así, quedo, va muriendo el día, hasta que mi perfil aparece tan solo dibujado
por la pequeña lámpara que ilumina de lleno las palabras escritas por otro
genio del lenguaje del que me empapo en esta interminable tarde que ya cesa de
existir. Abro el libro por la página que señala mi dedo y sobrevuelo la mirada
por las letras impresas, saboreo su tinta negra. Pero no quiero hundirme
todavía en la lectura. Pienso en ti de nuevo. Nunca dejo de pensar en ti. Hace
una semana que no te veo. Una locura. Una semana y me vuelve mi locura. Pero es
otra distinta, no es negra. Incluso tiene colores. No. Tiene un color. El
morado, tu favorito. Sí. Mi locura morada me asalta en este final de tarde
conjurado a evocarte. Me ha llamado tu voz desde la línea incierta del horizonte para que te escriba, para que te
hable. Para que te ame. Para esto último tu voz me llamó hace más tiempo, quizá
mucho antes de conocernos. Y yo te he amado desde entonces. Lo sigo haciendo.
Pero no como entonces. El fuego que me abrasa y que me quema se intensifica a
cada hora que pasa. Creo que lo sabes. Mi mirada no te engaña. Puedo decir
muchas palabras, situarme en el extremo de un sentimiento, ampliarlo,
estirarlo, extenderlo, y escribir sobre él millones de versos. Pero no miro a
nadie como te miro a ti. Mis miradas son otro tipo de lenguaje. Como mis besos.
Quiero darte ahora un beso enorme, como aquel, sé que te acuerdas, aquel al que
le escribí un poema. Uno de esos besos, para ti, ahora, mientras el sol va
muriendo, en esas rocas donde contemplas a una pareja, a ti y a mi. Algún día.
Quiero ver tus ojos mucho antes que el sol, que otra mañana. Antes tu mirada
que otra hora. Antes tus pupilas, antes tu sonrisa, antes, antes, mucho antes
que todo.
Planeo de nuevo sobre las páginas escritas sin decidirme a
aterrizar. No quiero abandonar tu recuerdo tan pronto. Mejor lento. Aunque no
lo abandono. Siempre pienso en ti. Siempre huele a ti. Siempre me remite, a ti,
todo. Y vuelvo al mar y al horizonte, mientras una sonrisa dulce me baña la
cara, pensando en las tardes que pasaremos juntas, leyendo, en un silencio
lleno de miradas.
Recuerdo perfectamente lo que estaba haciendo mientras tú escribías esto. Había un montón de km. entre nosotras. Tú pensabas en mí y escribías. Yo pensaba en ti y veía atardecer.
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