Me ha inundando un olor de repente, un olor de tazas blancas
con ribetes azules a las diez de la mañana, todavía en pijama, en la mesa
redonda de madera de un salón siempre intermedio, ni grande ni pequeño,
iluminado únicamente por la luz del sol bañada entre las nubes. Es un olor de
leche caliente que odiaba. Miraba aquella taza como el comienzo de una gran
batalla, y el contenido blanco impoluto parecía que crecía a cada mirada de
desprecio, a cada gesto de repugnancia. Entonces entraban con una sonrisa por
la puerta cubierta hoy todavía por un paño bordado blanco, ya preparados, ya
vestidos, como esperando a que yo les diese permiso para salir de casa. Ella
era el agua, él la montaña.
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